El hombre en el castillo

Philip K. Dick es un señor al que el cine moderno de ciencia ficción debe muchísimo, nos pongamos como nos pongamos —esto es, nada, ocasionalmente o diariamente—, y por encima de cualquier otro tipo de consideraciones. Y digo que es un señor, porque no me he leído este libro suyo en el que se basa la serie que ha concluido recientemente en Amazon Prime, o igual sí que me lo he leído en una vida paralela pero no me acuerdo. Por lo que espero que esté vivo en algún lugar para, llegado el momento, poder preguntarle qué pensaba exactamente cuando escribió el final de su novela. Porque Dick es el presente, al igual que los grandes de la historia de la literatura, esos que conectan de algún modo magistral al ser humano con el tiempo y el espacio… ¿Qué han hecho Frank Spotnitz y sus muchachos con todo ello? Veamos…

La historia de «El hombre en el castillo» es la de una serie que parece arrancar con un presupuesto justito y con un gran soporte argumental —más allá de la obra de Dick— que se fundamenta en el repelús que provoca un mundo en el que la SGM ha sido ganada por las fuerzas del Eje, y el mundo es un ordenado lugar en el que los recios valores arios y la milenaria sabiduría japonesa aplastan, sin abusar de agobios visuales, a los yanquis y a otras gentes ya señaladas y masacradas históricamente en este nuestro universo.

En el avance de la segunda temporada —ya con pasta en cantidad para producir en condiciones, y con un buen paquete de paradojas destiladas a partir de Jung, el I Ching y el magnífico trabajo que hacen los actores que interpretan a japos—, empieza el subidón psicotrópico antes de dejarnos con el culo torcido mientras nos preguntamos «¿De verdad me gusta esta serie por otra cosa que no sea la imaginería nazi?»… Es ahí cuando uno se desengancha (vamos, cuando me desenganché yo), en el arranque de la tercera temporada, con Juliana caminando por el bosque con lo que parece un AK-47. Me rindo. Yo soy un demócrata, dejadme en paz.

A bebeeeeer, a apurar las copas de licooooor

Sin embargo, la omnipresencia del tabaco, el alcohol y los ambientes sutilmente iluminados —junto a la violencia, el sexo, la hijoputez, cacharros de época, ambientación, etc… — que se desatan progresivamente a partir de la tercera temporada, además del presupuesto (imaginamos), hacen que la serie abrace ya con más claridad el corte fantástico y onírico que el espectador está esperando de algún modo. Todo ello sin tener que recurrir a dios nada más que un rato, vía el pueblo elegido que se oculta inteligentemente en la llamada Zona Neutral de los antiguos EEUU, que es un poco como el salvaje oeste pero con algunas comonidades burguesas.

En cualquier caso, es interesante el equilibrio que hay entre las tres culturas básicas que representan los personajes principales:

  • Los japos y su sentido del deber revestido con prácticas culturales milenarias, de las artes marciales a la ceremonia del té, pasando por la Yakuza.
  • Los nazis y su iluminación desatada al sentirse los amos y señores del universo conocido. Progreso y molicie, apariencia y traición, desaparición del europeísmo fagocitado por el sueño cercano del Reich de los 1.000 años.
  • Los estadounidenses, crisol cultural en el que se va gestando la Resistencia a la doble ocupación que experimentan de costa a costa.

Los personajes que soportan la carga de la historia se van transformando paulatinamente, entre cigarros y copas, y a partir de aquí tendrán que dejar de leer si no quieren enfrentarse a spoilers propiamente dichos.

Personajes principales

En el bando de los que evolucionan y soportan la mayoría del peso de la historia, tenemos a Juliana Crain y al matrimonio Smith, que no puede entenderse por separado hasta que se separa efectivamente. Este trío evoluciona desde lugares diferentes y protagoniza el clímax de la serie.

Juliana es una chica especial desde el principio, viendo el potencial de las cintas de Hawthorne Abendsen. Se deja llevar por las emociones que va descubriendo a través de las películas prohibidas, que van alimentando sus ansias de libertad, viajar por el mundo-los mundos y no cortarse cuando tiene que luchar por su vida. Su relación estrictamente profesional con el Ministro Tagomi es la que posibilita ese crecimiento personal, basado en lo japonés, que le hace recuperar la tradicionalmente fílmica grandeza norteamericana. Sus otras relaciones más carnales, con el pagafantas Frank Frink, el nazi Joe Blake y el buscavidas Wyatt Price, suponen el acompañamiento necesario que Juliana precisa para ir desarrollando sus planes para salvar a los EEUU y, por sacrosanta extensión cultural, al resto del mundo.

John y Helen Smith representan, por su parte, la asimilación de los ideales de los vencedores por parte de los vencidos. En una lucha constante por protegerse de ese propio corsé autoimpuesto, van escalando posiciones en el escalafón nazi; lo que para su desgracia y la de su prole hace que la vida cada vez sea más complicada y haya que mancharse las manos de sangre cada dos por tres. La muerte de su primogénito, Thomas Smith, hace que la relación de pareja se vaya deteriorando y que esa ruptura se consume cuando Helen decide que se baja de tren (lo hace muerta, literalmente, al final) y John se rinda ya definitivamente en esa loca carrera personal para ser más nazi que los propios nazis, en una de las mejores escenas de la serie.

Por presencia en el metraje de la serie, también cabría considerar aquí al Inspector Takeshi Kido y al Ministro de Comercio Nobusuke Tagomi, elementos imprescindibles en todas las tramas japonesas y en la persecución/protección de Juliana Crain.

Tagomi tiene un gran peso específico en la primera mitad de la serie y en la construcción filosófica de la misma. Ese propio valor hace que tenga que ser defenestrado por su carácter esencialmente pacifista, para permitir el avance posterior del bloque en el que la BCR (Black Communist Rebellion) plantea la liberación de la Costa Oeste de los EEUU. Bastante jodido de entender el inglés tan comedido de Tagomi (todo en él es contención, chi elevado a la enésima potencia)

Por su parte, Kido es el señor terrible del Kempeitai, algo así como la Benemérita oriental. Investigador implacable, con un sentido casi ridículo del deber y unos demonios internos que jamás consiguen salirle por la boca (el nivel de la interpretación de Joel de la Fuente alcanza altas cotas, sobre todo después del atentado que sufre el edificio en el que desempeña su trabajo). Sin embargo, su historia pasa al final a un segundo plano no exento de belleza: el señor recto acaba eligiendo la vida torcida, eso sí, sin abandonar jamás un ápice su japonesidad.

Otros personajes cuquis y pintorescos

Mi favorito en esta categoría es Robert Childan, el coleccionista de arte americano que se pirra por ser japo. Es, con diferencia, el personaje más divertido de la serie, con sus modales afectados y esa cara de andar siempre rompiendo platos sin querer que se note. Sus principios son muy básicos y egoístas, pero tiene la habilidad justa para salvar siempre el pellejo y, al final, cumplir su sueño de casarse con una japonesa que le haga numeritos de geisha y sepa cuidar definitivamente de él. Afortunadamente, no tiene que vender a su madre para ello; aunque si los guionistas hubieran planteado esa posibilidad, no le hubiera temblado el pulso. Es un negociante nato.

Nicole Dörmer, el bombonazo nazi de la serie y aspirante al trono cinematográfico de Leni Riefensthal. Participa en la nazificación de Joe Blake y en alguna subtrama de carácter libidinoso, representado el savoir faire y el carpe diem de las élites alemanas. Estética, sobradez en primeros planos y una nariz maravillosa. ¿Que podían haber hecho la serie sin ella? Seguro. Pero necesitábamos glamour, alguna referencia histórica de carácter cinematográfico y un poquito de picantito. La belleza y la elegancia nunca están de más.

Hawthorne Abendsen, el hombre en el castillo (y su adorable esposa Caroline). Aparece aquí y allí como una especie de loco de la colina, para acabar en las garras del Doctor Mengele y John Smith. Personaje más importante por lo que calla que por lo que dice y por, en suma, representar el alter ego de Philip K. Dick que era en la obra original. «Vienen de todas partes», dice al final con su vocecilla de orate. Igual alguno de esos que aparecen por el portal, como si de Encuentros en la tercera fase se tratase, es el propio Philip.

Y hay muchos más, pero mejor que los vayan viendo vivir y morir ustedes mismos, ¿no?

Momentos estelares y curiosidades

La fiesta hippie-lebensborn en Berlín. Porque los nazis se lo sabían pasar muy bien, aunque no sonaran The Doors.

Los asesinatos de John Smith (su amigo el Doctor Nomeacuerdo, el subalterno que tira desde la cornisa del edificio administrativo del Reich, Himmler, Hoover- pedazo de guiño el de este personaje-…), y en particular el suyo propio, en el que musita unas líneas demoledoras antes de volarse la cabeza reglamentariamente. Rufus Sewell es, con toda seguridad, el mejor actor en el global de la serie.

La muerte de Joe Blake a manos de Juliana Crain, fina estilista en el manejo de la cuchilla de afeitar. Ciertamente, el personaje de Blake muere previamente cuando se ve obligado a matar a su propio padre para salvar el pellejo. Juliana sólo cierra ese círculo para asegurarse de que no se lo va a encontrar en el túnel de los Poconos (tranquilos, que no hay Pokémons por ahí).

Cuando Ed McCarthy encuentra el amor en el Grand Palace de Denver. Ese vaquero te estaba esperando, muchacho. En ese mismo lugar, Harlan se ventila de manera bastante sorpresiva a los dos tarugos cazarrecompensas que amenazaban su comunidad judía.

Las chisporretas que se pilla Helen Smith cuando todavía no acepta la ausencia de su hijo Thomas. Paradójicamente, al final es el propio John Smith el que no acepta la pérdida de su hijo, después de haber podido volver a abrazarlo, viaje a través del portal de los Poconos mediante.

La única escena de sexo más explícito la protagoniza la pareja que encabeza la BCR. Los vecinos no se quejan excesivamente por su fogosidad.

El troleo que le hace Tagomi a los nazis a propósito de que son ellos, los japos, los que tienen la bomba atómica, empleando para ello una de las pelis de Abendsen.

La repelente hija menor de los Smith, encantada de ser nazi.

Cuando la prostituta (Carla) a la que Childan ha vestido de geisha se pega el piro porque se le ha gastado el tiempo, y no le sirve el té. Luego, encima, le dan la del pulpo unos machacas japos. Lo que cobra el pobre mío a lo largo de la serie, pero siempre siendo capaz de mantenerse digno en la indignidad.

Un amigo me cuenta (tengo que preguntarle por la fuente) que toda la parafernalia nazi creada para la serie se iba destruyendo sobre la marcha.

La relación entre Kido y Gina. Con la de copas a las que te invitó… Y luego vas y la dejas marchar para acabar cortándote un dedo… Honesto hasta el final.

Kotomichi. Sobre este personaje tendrían que hacer un spin-off. Sería aburridísimo, sin duda. Pero yo lo vería. ¿Que quién era? Pues Kotomichi, coño.

El porro que se fuman Childan y Ed McCarthy.

La voladura de la Estatua de la Libertad y su sustitución por una mastodóntica escultura de una pareja de jóvenes arios en actitud iluminada.

Frank Frink, después de reaparecer hecho polvo tras sobrevivir a su atentado de venganza, se ve convertido en una especie de Banksy de la época. Igualmente entrañable es su Bar-Mitzvah, donde de pura felicidad parece que no está ni caracterizado mientras lo llevan en volandas. Su muerte a manos de Kido también es un momento estelar en el que uno se acuerda, por ejemplo, de Breaking Bad.

Una serie para disfrutar. Altamente recomendable. ¡Heil Dick!

Imagen: Philip K. Dick android, Rasmus Lerdorf (2012) CCBY2.0

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