El ejercicio de escuchar es algo cada vez más desplazado del panorama mediático, de la escuela y de la representación diaria de nuestras vidas. En los supuestos debates televisados, las voces se superponen en indigestas capas de lasaña barata de argumentos con tomate y un exceso atroz de carne picada. En la escuela mandamos callar para que en aula sólo se nos escuche a nosotros. En la vida cotidiana ignoramos de manera consciente a ciertos interlocutores, porque ya estamos cómodos con la cosmovisión que tenemos. Si podemos incluso aprovechamos para vituperarlos un poco, sobre todo si hay gente de nuestra cuerda delante. Es de un orgullo muy tonto esto último, un magnífico ejemplo de corrosión moral y comunitaria. ¿Qué demonios pretenderemos construir con semejante actitud hacia el que consideramos diferente a nosotros?
The red pill
Hace unos días vi en AmazonPrime el documental «The red pill» de Cassie Jaye. El resumen del documental (no voy a contar de qué va por si no lo habéis visto, nada aparte del título de esta entrada, claro) es el de otros muchos de este tipo: la narradora es una persona que escucha mientras otras hablan, y va contando un poco los cambios que se van produciendo en su manera de ver distintas cuestiones, empleando el recurso del videodiario. Lo curioso es que en muchas otras partes del metraje, lo que se ve son personas que se niegan a escuchar a otras, que impiden que hablen, que las ridiculizan, que las insultan y que pretenden invalidar argumentos (empleando otros ad hominem, por supuesto). Como suele decirse humorísticamente en internet: oh, baya, no me lo esperava…
Esta manera de proceder está instalada en la calle desde hace mucho tiempo y, saliendo ahora un ratito por la tangente, ahora nos ha dado por pensar que alguien está haciendo probaturas con nosotros. Me inclino por pensar que en España tenemos la mayor proporción de seres formidables por kilómetro cuadrado. Parafraseando inclusivamente a Baudrillard, si EEUU es Disneylandia, España es el País de Nunca Jamás. Naturalmente, esto incluye tanto a mujeres como a hombres que se otorgan y retiran alternativamente el derecho a hablar y ser escuchados. Luego no me parece nada extraño que haya tanto preadolescente que desee con toda su alma y mente ser youtuber; ya ve qué es lo que le espera cuando sea mayor.
Los datos y los datos
Además de todo ese ruido intencionado -por si se pensaba que sólo los silencios pueden ser incómodos-, a lo largo del documental se ofrecen una serie de datos objetivos que cumplen a la perfección su función, ofreciendo un panorama más amplio y lleno de matices, lo que contribuye de manera más justa a dimensionar adecuadamente cualquier problema. Y en este punto, como en otros muchos del firmamento informativo, necesitamos cada vez más luz, más voces y menos dogmas y venganzas históricas.
A los datos, como es bien sabido, se les puede hacer decir lo que se quiera decir. Por encima de ello, los datos pueden ser verdaderos y falsos, estar o no conectados con la realidad. Pero una de las peores prácticas relacionada con ellos creo que es la ocultación. Construir realidades a partir de ella es una forma de manipulación especialmente en boga en la actualidad, que resulta deleznable cuando se emplea para justificar acciones sobre las personas que simplemente se acometen bajo el prisma del «algo habrán hecho». No quiero imaginarme lo que dará de sí el big data si se aplica con esta alegría disparadora de eventos, y creo que es importante poner el foco ahí, sobre todo si nos negamos a terminar de creer que detrás de todos los movimientos de cambio social e inclusión de las personas lo único que hay es el pragmatismo del dinero.
Vean «The red pill», si es que no lo han visto ya, que uno arrastra siempre el estigma del tiempo, desde mucho antes del advenimiento definitivo de la pantalla total. Vean el documental y piensen lo que quieran al respecto. No impidan a la gente hablar y expresarse. Escuchen, y luego compartan o no. Pero escuchen.