En el principio, todo era Wittgenstein y pelotas de tenis. Confianza en las facultades físicas vivenciadas, antes de percibir en toda su magnitud la maldición de la autoconsciencia —que tantos seres humanos sensibles se ha llevado por delante, más allá de los videojuegos en los que te dejas atropellar por algún vehículo para ver si las vísceras están recreadas con detalle—. Debería de comenzar a escribir sobre David Foster Wallace haciendo un ace, pero a la persona (no al escritor) eso le resultaba tremendamente complicado (y a mí como juntaletras ni os cuento). Creo que encontrar un instante definitivo que le supiera a victoria (definitiva) no debía ir con él. Porque, probablemente, se sintiera derrotado desde el principio, como si estuviera siempre tirando bolas imposibles a un recogepelotas que, indefectiblemente, acabara recogiéndolas todas. Todas, una detrás de otra, en una broma infinita.
David Foster Wallace, Axl Rose, Roger Federer… y Víctor Lenore diciendo en 2014 que era «un escritor individualista, conservador y nihilista», o más recientemente Alberto Olmos —respect— , definiendo La broma infinita como «inane biblia del listillo logorreico». Vale. Yo también he flipado un ratito con El Madrileño, pero dentro de 50 años este pesimista lúcido que es Wallace seguirá estando muy vigente aunque colguemos todos sus libros de una soga y los expongamos en un museo como ejemplo de talento desperdiciado a ojos de ese activismo político que se quiere hacer mainstream . Un señor libre esclavizado por su cabeza. Un impostor auténtico. Una tele cansada de apagarse. Un tipo que se hartó de todo, pero que no supo hacer de ello una pose para seguir viviendo. ¿Cuántos de todos esos tipos pretendidamente listos, los predicadores de la utopía, continuan vivos simple y llanamente porque se han dejado devorar por los personajes que representan y, aunque ya no sepan ni quiénes son, desconfían de la salvación final? ¿Cuántos de esos solipsistas han tenido la facultad de Wallace para describir el mundo sin artificios más allá de lo lingüístico? ¡Ay, si hubiera decidido hacerse poeta! Igual lo hubiéramos soportado más. Eso, o Kevin Shields.
Ruta y pasajes
El autor llegó a mí gracias a un buen amigo. Había visto su nombre alguna vez en artículos sesudos aquí y allá, pero nunca le presté atención. Este buen amigo mío me regaló un libro la última vez que nos vimos, y me prestó Conversaciones con David Foster Wallace, de Stephen J. Burn. De manera que, como suele sucederme muchas veces, comencé la historia por el final; y atraído por la persona (y el personaje, que más adelante se iría mostrando como una muy endeble coraza cuando no se encontraba en negro sobre blanco), hablé con mi pirata favorito y me dispuse a conocer al escritor en orden cronológico, aderezando la experiencia con entrevistas disponibles en Youtube (algunas forman parte de esta entrada). Y así, comencé a leer La escoba del sistema, que es un libro fácil de soltar por su carácter fragmentario y que, a bote pronto, tampoco parece nada del otro jueves (ejem).
Así que como estaba claro que algo no iba bien, salté a Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, una colección de artículos periodísticos y ensayos que me parecieron bárbaros; fundamentalmente porque te permiten entrar un poco (poco) más en la habitación oscura de David Foster Wallace, más allá de las comodidades de la ficción. De este libro (edición extendida), por no referirme a lo habitual (la aventura del crucero), me gustaron especialmente los artículos sobre David Lynch, la feria de ganado y el tenista Michael Joyce (y E unibus pluram, que seguro que le hubiera encantado a MacLuhan). Ahí, en ese mar de anotaciones, acideces, prejuicios, retratos descacharrantes, costumbrismo, pedantería, inseguridad, infantilismo, erudición, lógica, desvarío estético y, sobre todo, gracias a la enorme capacidad del autor para describir con precisión lo-que-sucede-y-lo-que-pienso-precisamente-mientras-me-está-sucediendo encontré el ancla perfecto para seguir adelante con la ficción de David Foster Wallace. Es decir, creo que hay que tener claro a la hora de leer a Wallace que la persona sabe perfectamente de qué va esto de la vida, y el escritor pretende estar siempre al otro extremo de la escalera de Wittgenstein sin que le suceda nada. Pero claro que le sucede, porque cuando se terminan de escribir las páginas, hay que seguir viviendo.
Nick
En este punto, se pregunta uno que hubiera sido de la persona si hubiera podido sobreponerse de algún modo a su enfermedad y al miedo con el que vivía bajo una especie de gigantesco síndrome del impostor, permitiendo que el escritor pudiera respirar fuera de las páginas (que también en cierto modo le ahogaban). Cacao maravillao, en esa deriva de apariencia e imagen que, cuando se cortó el pelo pero se seguía poniendo la badana, hacía que pareciera Cristopher Walken en El cazador , esperando a que le llegara al fin la bala definitiva… Es un poco triste ver a las personas, en general, abandonar el mundo de manera voluntaria cuando no encuentran un motivo en un instante para poder seguir hacia delante. Es más triste todavía cuando se perciben y contrastan lucidez y talento en esas personas que abandonan. Sin embargo, también hay respeto y comprensión hacia el hecho de que o bien hayan conseguido resolver su enigma, o bien decidan que no merece la pena seguir jugando a resolverlo. Porque su enigma es el enigma del mundo, el enigma de la existencia. Y la respuesta es una cuestión personal.
De alguna manera, David Foster Wallace tenía que terminar su broma infinita de la forma en que lo hizo. Como Nick. Los Michaels siguen hacia delante, en sus viajes al fin de la noche, perdonándole la vida a los ciervos. Eso no los convierte nada más que en personas que abrazan la esperanza de Stephen King, personas que son capaces de convivir mejor con la podredumbre y la belleza de la vida, que equilibran la realidad con los sueños, que encuentran siempre en un instante paupérrimo una sola razón para seguir hacia delante. Que David Foster Wallace no lo hiciera no significa que no supiera perfectamente de qué iba la película y cómo contarla. Lo sabía perfectamente. Y por eso lo contó, se levantó y se fue. Respect.
Imagen:
Captura de Entrevista a David Foster Wallace (minuto 33:26) (ZDF, 2003)