Poéticas (VIII): te libero

Amor,

cuanto te conocí

te quise como llegaste

tan glosado y descrito,

pero sobreviví a tu empalago

y acumulando batallas

alcancé tu verdad,

la certeza del vacío.

Amor, 

desatino,

tu espacio ya da igual,

tu tiempo y tu camino

nada más me pueden dar.

Tengo algo más grande, amor,

tengo el eterno extravío,

tengo el nervio del vampiro,

tengo la herida perpetua

de la bendición fatal.

Así que ve a donde quieras,

yo te doy la libertad.

Imagen: Extravio Corifeo, Evelio Gómez (2013) CC BY NC 2.0

La locura camuflada

La gente que habla sola está de suerte. Ahora por fin puede parlotear tranquila cuando va en el coche, sin importar que tenga manos libres o no. O charlar por la calle con su amigo imaginario, siempre que lleve alguna clase de adminículo que haga parecer que recibe comunicación auditiva desde alguna parte lejana, ya que el cráneo generalmente suele quedar cerca de los ojos, la boca y las orejas, por lejos que pueda estar la mente. Es bien sencillo. Hagan la prueba. La gente pensará, como mucho, que son ustedes imbéciles. Pero ya se sabe, la gente se queda con lo primero que ve, como si todos los días de la vida fueran rebajas. Y ciertamente lo son, sobre todo para tantos y tantos políticos que caen al vacío de manera eterna por ese agujero de gusano que no se sabe cuándo terminará realmente en la vida civil. Se impuso la metáfora de la puerta giratoria, pero esta es bastante mejor y adecuada a los tiempos. Porque el político no está siempre en el mismo sitio y nunca cae lo suficientemente bajo, ni a sus ojos ni a los de nadie. A lo sumo la gente duda un instante, tratando de escuchar, y luego piensa «Ah, es político». No hay arriba y abajo con el político. Hay asiento o no asiento, porque a veces hay que ponerse de pie para hacerse el digno, aunque realmente la dignidad esté en el cargo, esto es, en el asiento. Es por ello que cuando consiguen el asiento dejan de ir tanto a manifestarse de pie, por su dignidad o la de otras personas —esto es sencillamente horrible—, y como mucho van de vez en cuando a sentarse en otros sitios, los platós, para dejar clara su cercanía, preocupación y compromiso con las personas que llevan auriculares para hablar con sus amigos imaginarios cuando van por la calle o hablan solas cuando van en el coche camino del trabajo. Esperemos que pronto haya algún decreto nuevo sobre la locura, para que sepamos a qué atenernos. Y que distinga entre locos y locas, naturalmente. Les dejo el eslogan y todo para la campaña ministerial. Éxito garantizado. Contáctenme para que les pase la factura.

Imagen: «we the PEOPLE… blah, blah, blah.» — Death with Headphones™, viñeta de Scott Richard

Foto: torbakhopper (2019) CC BY ND 2.0

Borrar a la gente

Carving from the Elgin Marbles at the British Museum

En el avance de la semana he dedicado un tiempo a devolver a la vida un viejo MacBook Pro cuyo disco tuve que borrar y sustituir por otro más moderno. La mayoría de los datos importantes estaba a salvo y lo que había en el equipo no representaba más que parte del trabajo de los últimos meses —tal vez dos años, cada vez manejo peor esta clase de concreciones—, copias de documentos, imágenes, vídeos, etc… que aguardan en el disco duro de la familia, en la red o en la nube. Si me pongo a pensarlo, dudo que hubiera algo verdaderamente importante, y tampoco lo echaría mucho en falta ahora que por un muy competitivo precio vuelvo a tener un equipo que funciona como un tiro después de casi ocho años sometido a la dura vida del nómada digital, siempre acodado en el alféizar.

El panorama que se contempla desde las ventanas es el que resulta algo más complejo borrar. Parece que además de recopilar instantes en las nubes, vivimos en ellas. Como nadie las puede borrar, aunque gente como Zapatero —gente que no es es la gente, es otra cosa— las pueda supervisar, a diario nos sigue lloviendo mugre que supera en varios órdenes la toxicidad de las tradicionales lluvias ácidas. Y mira que la lluvia es buena y siempre necesaria, pero la existencia de las nubes se ha vuelto mucho más importante que la mera comodidad que a todos gusta, pese a que su condensación suele preparar habitualmente la caída del rocío de la decadencia. Ese es el aguacero que nos desborda, por más que nos hablen del coronavirus.

En este clima, hay mensajes mediáticos que funcionan como las gotas chinas. Reducidos al paradigma de la mínima expresión (aka, El Tuit), dejan los tejados humedecidos sin importar que luego los seque el sol o el borrado. Solo lo leíste y te ha pringado con su oleosidad. Nada puede hacerse porque ya ha pasado a formar parte de tu nube cerebral. Menuda arma de doble filo es un cerebro que funciona bien, un paraguas con agujeros.

Y aquí llegamos al charco opaco. Igual hay una moneda en el fondo, o una colilla, o la anilla de una lata de cerveza… No hay nada de eso. Hay un efecto Thanos desarrollando a partir de la ficción uno de los sueños de las agrupaciones humanas desde hace tiempo: borrar a gente del mapa. Por tanto, conviene que pensemos durante un rato en qué zona habitada de la gente nos encontramos o nos pueden encontrar, y si somos lápices o gomas. Porque hay superhéroes cotidianos que quisieran borrar de las nubes a la mitad de las personas que viven en es este país, suponemos que para ver si así deja de llover. No sabemos si será bueno o malo para el cambio climático. Ya preguntaremos.

Imagen: Carving from the Elgin Marbles at the British Museum, Chris Devers (2008) CC BY NC ND 2.0

Las matemáticas de los maestros

Apariencias

Antonio fue durante muchos años director de un colegio de Málaga en el que siempre luchó por mejorar las condiciones y oportunidades para el aprendizaje del alumnado, en un momento de transición, desde la normalización a la integración, que ha desembocado actualmente en el momento de la inclusión (o al menos eso dicen). Después de muchos años, nos encontramos en la boda de su hijo mayor, —un amigo al que también llevaba mucho tiempo sin ver—, y en las cañas del cóctel tuvimos un rato de conversación cordial, típica y acorde con el momento.

Hablamos de lo trastos que éramos de chicos (nosotros, no él), lo medio tontos cuando la adolescencia punk-rock y de la cierta cordura que aportan los hijos, con distintos tipos de risas acentuando la conversación. También del pasado y sus destellos, del presente… quedando el futuro donde debe quedar en esta clase de situaciones, en el tejado de los novios. El ir y venir de los camareros nos llevó al final a hablar un ratito del trabajo de educar, momento en el que el padre de mi amigo sacó partido a su momento vital, ya alejado de la escuela y centrado en los años capitales de las personas.

Entonces cayó la bomba como en 1945. Una bomba que ya había visto cientos de veces, desde infinitas perspectivas, narrativas y momentos vitales. Pero ahora, después de estos meses complicados que he pasado profesionalmente, resultó ser un retorno a la confirmación de la certeza juvenil, ya desbordante de sentido (al fin). «Mira, Luis. Para la administración educativa, no somos más que números»… Y después de quedarnos cabeceando un instante, como si estuviéramos escuchando la misma canción, cogimos otras dos cañas antes de que nos llamaran educadamente para entrar al salón.

Reconozcamos que dentro de la lógica organizativa de las estructuras humanas no dejamos que ser lo que son células a un organismo. Y sin tener que hablar de enfermedades educativas globales, ni de la cábala, —ni de cualquier otra cosa para la que hagan falta a partes iguales la ingenuidad y la fe—, es bastante cochambroso que para tantas y tantas personas que forman parte de la escuela no sea al final todo más que una cuestión de azar. Porque resulta comprensible, y hasta aceptable, que para la máquina docente (gracias Thomas Bernhard) no seamos más que un NRP. Pero que hagamos números, entre nosotros, para pisar la cabeza de quien tiene claro que el aprendizaje organizado no puede dejarse al arbitrio de unos dados cuyas caras son cualquier cosa menos aquellas que tienen que ver con enseñar y aprender, es para esperar a que vuelva a pasar el camarero y tomarse otra caña. Y cabecear al lado de alguien al que le suene la canción.

Imagen: Apariencias, Serge Saint (2012) CC BY 2.0