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Cultura y supervivencia

Reger («Maestros antiguos») es uno de los personajes más logrados de Thomas Bernhard, no sólo por su particular sentido del humor—sin llegar desde luego a ser tan disparatadamente divertido como el pintor Strauch («Helada») —, sino también por su especial habilidad para mostrar la contradicción en el ser humano, ésa que parece empujarnos a lugares fríos y oscuros. Comprender es aceptar el abismo y sentarse en el filo a balancear los pies como si contempláramos el panorama desde el puente. En un momento dado, Reger apunta algunas observaciones interesantes sobre la admiración, Beethoven y tal…,para varias líneas más abajo admirar a un tipo al que de forma repentina se encuentra sentado donde no debería estar… Con la suficiente paciencia es mejor leerlo, porque Bernhard siempre está ahí, y en este libro sobre todo, vapuleando al arte y la cultura sin llegar a dejar de amarlos del todo [lo cierto es que esto daría para un Miradas kilométricas, aunque plantearlo, desarrollarlo y escribirlo no me apetezca nada y a ningún plazo]. Reger, en el final de su vida, recuerda y sobrevive gracias a su amor al arte, así Bernhard, así deberíamos nosotros. La utopía es para bobalicones.

Amorodio y Trasvagina

Otra historia [más serie, más podcast, más cómic, más porrompompromt art de IA…] de la que tenemos mucho que aprender para la vida es la que se escribirá cualquier día de estos sobre la necesidad de ser autoiconoclastas de una manera tan absoluta que sepamos transformarnos cada día en una cosa distinta, sin importar en forma alguna lo que pensemos o lo que la realidad nos muestre. Esta historia contribuirá de una forma definitiva al sacrificio de los mitos y todos sus derivados históricos, comenzando a definir un nuevo oh-limpísimo-y-chorreante-de-memoshión-acervo-cultural que se construirá con residuos no contaminantes procedentes de negocios naturales, respetuosos con el silencio, la corrección, los trastornos (internos o externos) de cualquier orden (interno o externo), los posicionamientos emergentes… Y, por supuesto, alineados con un tipo de arte que siempre tendrá que ser explicado y aceptado de manera simple e interminable. Esta historia transformativa y performatible se apoyará siempre en máximas-máximas como: «Si no te importan mis sentimientos, a mí tampoco me importan los tuyos», «Todo lo que está mojado no puede sino estar seco. Por eso hay que mojarlo más», «No quiero tu respeto: quiero mi adoración», etc… Es difícil poder explicarlo mejor, me hago cargo, y espero su incomprensión porque…¿cómo podría escribir en el presente sobre un mundo que no existe si la escuela no me ha preparado para ello? Por tanto, este es un parrafito que regalo a las generaciones futuras del presente: queridos míos, os dejo el cráneo botando y un par de nombres para que empecéis a construir (mañana mejor que hoy, siempre) la mitología del nuevo mundo.

Los cachondos del espíritu crítico

Tenemos, por tanto, momentos de cariño artístico y necesidad de dar a luz nuevos mitos que permitan cohesionar la sociedad siguiendo el muy original camino de estirar tanto la torta de la diversidad que al final no haya ninguna clase reconocible de sociedad. Vamos, lo de siempre. Que no queremos nada más que a los nuestros. Que entre tú y yo, mejor tú criando malvas y yo contribuyendo a la expansión del espíritu crítico —mi espíritu crítico, nuestro espíritu crítico— que ilumina nuestra supervivencia —mi supervivencia, nuestra supervivencia—…¿Pero sobrevivir para qué? Para seguir caminando hacia la utopía cabalgando a lomos de la simpleza y de la fealdad; de la admiración por la chorrada… Lo hemos anotado antes: la utopía es para bobalicones. Al lado de tu vecina la del quinto o de encontrarte con el ascensor roto cuando vuelves de trabajar, la utopía es para tontísimos de capirote. Todos estos viejos y jóvenes que parecen viejos que no quieren ser viejos; independientes, critiquísimos, afectísimos a la cenciaideología; digo critiquititiquísimos y me maravilla su redondez. Qué demonios: son todos ellos geniales, no admirables [no hay nadie admirable, quiero decir, verdaderamente admirable… quizá el silencio, la libertad también, el ser no mitómano, los salmonetes de Sanlúcar…], pero geniales sin duda… Menudos cambiaformas.

Quedar de través

El tiempo pasa y cada vez hay que tratar de decidir con más acierto de qué modo queremos desperdiciarlo. Engáñate si quieres —como vimos el otro día—, pero no te dejes engañar. Todavía existen suficiente arte y cultura en el mundo como para llegar a hartarse al estilo Reger. Hay que tratar de perseguir súper-vivencias, no utopías. Y siguiendo la posmosintaxis , cuando todo es una súper-vivencia, nada lo es. Hay que dormir atravesado de vez en cuando, la dentadura dentro del vaso y la utopía por la ventana. [No sé si ladra un perro o es que se ha puesto a llover].

Imagen: Radha-Krishna – Immersed in Love_Infinite Eyes, 2020 CC0

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Malabaristas de la tontería

No está nada mal que uno se engañe para seguir hacia delante en la vida o para construir un artificio exclusivo y personal que soporte con solvencia las vigas del puente del paseante. Quiero decir: no me opongo al tipo de mentiras que uno utiliza para sentirse más joven, más listo, más guapo, más lo que sea aquello que le permita a uno avanzar. Resulta evidente que el problema no está ahí —nunca ha estado ahí el problema con la mentira—, y creo que es bastante probable que la mayoría de las personas tengan esta cuestión clara, por más que haya también mucha gente que pretenda engañar a los demás con su propias mentiras. De ahí es de donde surgen los conflictos y la abyección, por más que se vistan de ciencia y de trapitos ideológicos que no se ven ya ni en los improvisados zocos para pobres de solemnidad que no paran de proliferar (seguramente) [¿se dan cuenta de lo peligroso que es? Me estaba engañando, mediado el párrafo, ¡y he estado a punto de engañarles también a ustedes! Por fortuna, he podido detenerme a tiempo…]

La forma en la que operan estas mentiras que traspasan la frontera de la elegancia y naturaleza vitales, se parece un poco a cuando un vendedor malo te está intentando vender mortadelachope tratando el producto como si fuera un ibérico de bellota. De repente te encuentras disculpando la engañifa —al fin y al cabo se trata de un vendedor—, pero tienes que dejar claro que sabes que aquello no es lo que se dice que es y que, en consecuencia, no compras. Distinguir es una forma avanzada de comparar —la pandemia de la mala comparación, que nos asola desde hace décadas; o las flatulencias contextuales—, y en ausencia de la distinción que otorga la capacidad de discernimiento, el trolero hace su agosto en pleno cambio climático: las flores de las macetas de los trileros se pasan cada vez más tiempo radiantes al cabo del año. Así, ¿qué demonios le pasa al personal? ¡Bulo-bulo, ñam-ñam! Nada tan irresistible para la expansión de la tontería que las RRSS. ¡Menudo circo repleto de malabaristas!

De la mentira a la tontería

Cuando alguien miente todo el rato, su problema más grande no es que los demás le tomen por tonto, sino que en verdad se vuelva cada vez más tonto, se despiste y no se ocupe ya nada más que de tonterías. Como una cámara montada sobre un soporte giratorio que viajara —gratish— en una montaña rusa, sin parar de grabar, sin parar de dar vueltas sobre sí misma e incapaz de enfocar nada —griterio— ni de poder hacerlo durante un lapso de tiempo suficiente como para ver —vishión—, encantada de subir y bajar —memoshión—, porque nada es más importante ahora que eso. En este punto se encuentran las cosas: el tren de camaritas lanzado a toda velocidad por una pista en permanente construcción [este asunto todavía no han conseguido solucionarlo], haciendo ruiditos sobre cualquier cuestión; equipitos, clanes, medallitas y a dar lo mejor de nosotros mismos, lo mejor del género humano, el progreso de la opinión, el imperio de cualquier cosa… ¿Y qué es cualquier cosa? Pues cualquier cosa. Menuda pregunta. Menuda tontería.

[Nuestra memoshión conecta de manera ruidosa con la adecuada vishión de cualquier cosa —cualquier cosa ha de ser vishible, no contemplable, porque si no menuda trabajera—, y es ampificada por el griterio compartido, sonoro y forzado por los curillas líquidos. ¿Así de fácil? Más todavía: es gratish. Para ti. Es un regalo. De mí p´a ti.]

El futuro de los semáforos

El futuro de los semáforos será estar siempre en rojo. Entonces saldrá el ejército de malabaristas, por si alguien que está esperando no tiene batería en el teléfono. Algún despistado sacará con cuidado la mano por la ventanilla con la intención de dar alguna monedilla al malabarista que le pille más cerca; monedilla que el malabarista rechazará de manera tajante (en unos casos) , o de manera colérica (en otros casos) , señalando con grandes aspavientos al conductor estrafalario, y desencadenando un tumulto contra él, su vehículo, sus propiedades (psicofísicas, quiero decir), etc… Después de haber sido laminado el desgraciado conductor fascista, todo el mundo volverá a su automóvil, el semáforo cambiara de nuevo a rojo y los malabaristas volverán a aparecer. A lo lejos y sobre el cielo azul se recortará el tren de cámaras giratorias. Se verá algún flash. Se escuchará un nuevo tumulto. Y el semáforo cambiará de nuevo a rojo… Tonterías.

Imagen: Juggler (19th century) – Historical dolls from 18th to 20th century – Temporary exhibition – Royal San Carlo Theatre in Naples, de Carlo Raso (2016). Dominio público.

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La llamada del tiempo

[Estuve pensando en ordenar todo esto mientras limpiaba el coche el otro día, por dentro y por fuera, con las ganas justas y la intensidad justa; con el sol derramándose furioso sobre el mar, con el viento que no recuerdo de dónde venía… Ahora no veo que tenga ningún sentido pretender ordenarlo, al menos para mí, y es por eso que no voy a ordenar nada. El coche quedó más o menos bien, como para irse de viaje.]

[Ella se ha ido. Después de recogerla le hablé a un niño como si fuéramos los dos niños, abusando de mi incierta sabiduría —la sabiduría siempre es incierta—, y ahí ya no pude continuar. No dejé de ser un niño, en realidad, durante séis días… aunque sabía y sé que era mentira, porque a los niños no les pasan estas cosas hasta que no aprenden a llevarse bien con las mentiras. Pero que ella se haya ido es verdad. Ahora su tiempo depende de nosotros, se ha colado definitivamente en nuestro tiempo —agotado el suyo—, y no me parece que pueda todavía hacer esto, porque me voy chocando con las paredes de una cueva oscura y caliente y sólo pienso en imposibles… El tiempo la llamó al teléfono y ella, claro, descolgó.]

[Todo lo que hay en mí ahora mismo es un desconocimiento absoluto. ¿Importa algo? Quizá el tiempo importe algo, quizá el tiempo ordene lo que no se puede ordenar. La naturaleza es la más perfecta de las máquinas imperfectas. Habrá que dejarse hacer por ellos, por el tiempo y por la naturaleza.]

[Guapa hasta el final. Incluso al ver cómo la vida la forzaba a abandonar su mar a orillas de la muerte… terriblemente guapa… En todas sus últimas miradas… bella y luchadora… Los muertos no tienen mirada. No sé porqué la gente se empeña en querer mirarlos.]

[Como es natural, dije muchas tonterías durante todos estos últimos días. Quizá más de las que digo habitualmente —que son bastantes hasta cuando las pongo por escrito—, pero me estoy aficionando a decir «mamá» de vez en cuando, de una forma que me parece especial, de una forma que me hace feliz un instante… No sé qué pasará con esta nueva afición, Paquita.]

[Hace ahora una semana del fin —del principio del final definitivo—, y vuelvo al trabajo. No tengo ninguna sensación especial ahora mismo, aunque sé que el momento clave será ver a gente de nuevo. Una niña me hizo un dibujo con mensaje el último día que vine. Voy a colgarlo por aquí.]

[Agradecido a todas las personas que estuvieron y a las que seguirán estando. En este punto, soy un tipo muy afortunado.]

[Y no hay nada más que decir por aquí. Ella se ha ido. No hay nada que comprender. Como cuando salía de tu casa, hasta luego mamá.]

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Gente que sale ofendida del útero

Nacer es un duro milagro. El protagonista principal nunca es capaz de recordar el momento. A muchos grandes entrevistadores les suelen preguntar en alguna ocasión acerca de a quién les hubiera gustado poder entrevistar. Ante la cuestión se lanzan al barro de los extremos, de la genialidad a la barbarie. En las respuestas no tiene cabida un término medio: Jesucristo o Ted Bundy. Nada de medianías —en ningún conjunto de la creación—, los anhelos siempre se dirigen hacia los que deslumbran gracias a su luz u oscuridad. Pero, ¿cabría mayor logro comunicativo-mediático que ofrecer en prime time una entrevista concedida por un recién nacido? La lógica dice que no, puesto que los recién nacidos no pueden comunicarse con otra cosa distinta de gestos y movimientos erráticos y una gama limitada de hipitos, ruiditos y llantos. Además, tampoco podrían contar gran cosa, debido a su muy escaso y sumergido contacto con el exterior y al relativamente corto periodo de tiempo que pasan dentro de los úteros ampliados de sus madres. ¿De qué tiene tiempo un bebé durante nueve meses? De madurar lo suficiente como para no salir con un lanzallamas a llevarse todo el paritorio por delante. Poco más. Poco que entrevistar. Y no sucede nada, porque nada puede suceder. Pero entonces surge la gran idea: si no se puede hacer, nos lo inventamos. Si no nos gusta la realidad, nos inventamos otra.

Nacer es un milagro duro. Incluso es probable que sea traumático a niveles freudianos. Uno nace encabronado —todavía no sabe ofenderse—, pegajoso, en pelotas… y después tiene que crecer, socializar, ir a la escuela, aprender —ahora decimos desaprender—, crecer, socializar e ir al instituto a seguir desaprendiendo otro poco más lo que haya podido aprender desde que empezó a ir a escuela —sobre todo fuera de la escuela—; y seguir creciendo, socializando en la universidad —o en el desvío— para ya al fin poder aprender y desaprender aquello que le será más útil en la vida: la resiliensia. Desaprender a aprender —aprender a desaprender, no sé por qué la gente se hace tanto lío cuando es tan transparente y revelador—, soportar incomodidades como el impacto repentino de la luz por las mañanas, el recuerdo del recorte del cordón umbilical, el sobeteo no consentido de manos desconocidas; el IVA, las encuestas del CIS, las pesadeces que se derivan de la gravedad terrestre, del mundo que se acaba… Sin embargo, el ser humano y su capacidad para adaptarse —desde el principio hasta el final— se sobreponen resilientemente para, desde el minuto cero, visualizar el drama desigualitario de la sociedad neoliberal. Y es cierto. El mundo es desigual. La naturaleza es desigual y terrible: si no estás donde tienes que estar, mueres. Si no te adaptas, mueres. Si eres un pez, haces cosas de peces. ¿Es una sucesión de tonterías antinaturales la igualdad tal y como esta planteada actualmente? No lo sé. Sólo sospecho que la primera ofensa es la que se hace uno a sí mismo cuando acepta la ofensa que se hace a sí mismo sustituyendo la naturaleza por un trampantojo que se puede denominar su naturaleza-mi naturaleza. ¿Será por palabras? Cuando uno es todo o todo es uno, nada es nada. Esto es conveniente que se desaprenda lo antes posible, aunque haya tan pocas personas que estén por la labor. Entiendo que se enfaden, pero enseguida se me pasa.

El mito de la ausencia de depredadores naturales para el hombre

Una vez que han salido ya del todo, nacidos para ser ofendidos, han vagueado por el mundo, y han crecido comprobando que era cierto, que se estaba mejor allí dentro, que nada se les ha perdido en el mundo excepto las montañas de ofensas y ofensas que los asolan, como ondas amenazantes en una perpetua borrasca negra, olas que salpican agravios y amenazas; injusticias, desprecios, ignominias, desconsideraciones, insultos, agresiones; palabras que no cuadran con realidades que tampoco cuadran, nombres que no nombran lo que quisiéramos que nombraran, aquél que me dijo que no cuando yo quería que me dijera que sí-y-por-supuesto, y esa deriva estúpida que pretende que haya magia más allá de la lengua de serpiente. Una vez que se han plantado frente a una piedra, con mirada desafiante y aviesa: «eres un bollo relleno de nata», con los puños crispados. Y la piedra pasa tres kilos porque quizá los pese también… «te voy a denunciar por no cumplir mis deseos»… «¡vamos, tengo hambre! ¡eres un bollo de nata!». Entonces ya no pueden esperar más, y se meten la piedra en la boca y empiezan a tratar de masticarla, mientras los dientes comienzan a descascarillarse y las encías a sangrar con el sabor de la piedra molida, absolutamente seca, impermeable, tan lejana de la nata y el bollo como la mente imperturbable del que ha decidido ofenderse para sobrevivir. Así quien cree que no hay depredadores naturales para el hombre no puede estar más alejado de la realidad, y corre un cierto riesgo de acabar mirando a piedras y lanzándoles discursos épicos, soflamitas y ese tipo de retahílas hechas por gente ofendida para alimentar a gente ofendida.

Recordar constantemente el futuro

«Con lo bien que se estaba allí» es imposible recordarlo. Es bastante delirante que aunque vengamos al mundo a vivir a veces estemos tan pendientes de morir e incluso trabajemos concienzudamente en ello. Pero este todo-el-día-fabricando-fantasmas, buscando culpables, trazando planes para el mejor asesinato social del vecino, la vecina, esa mascota que tiene que nos molesta, el fascista hijoputa este, el puto maricón aquel, habría que ametrallarlos a todos, que nos sobran, que además es una ventaja, porque hay demasiada gente en el mundo… Gente que me ofende con su sola existencia, con su cara, con sus gestos, con su cuerpo, con su ropa, con lo que dice, con lo que escribe, con lo que piensa-dice-que-piensa-o-pienso-que-piensa. ¡Qué complicación! ¡Fuera! ¡Que se lo lleven de aquí y lo borren de todas partes!

Recordar constantemente el futuro…

¡Cuidado! No puede salir bien…

Ayudamos. ..

¿Es niño o niña?…

[Recordé estos días atrás un par de cosas entre la plétora cotidiana de remembranzas: una frase de David Foster Wallace —al principio— y un libro de Dostoyevski —al final—]

Imagen: Woman Who Has Just Given Birth in the Delivery Room of Loretto Hospital in New Ulm, Minnesota, Kathy Phillips (circa 1975)

The U.S. National Archives – Dominio público

Hora es ya

Esta mañana las nubes bajas consiguen ese efecto otoñal tan desconcertante y fascinante a la vez. Con su flotar bajo y humilde, las nubes hacen que parezca el inicio del anochecer y no del día. Hasta la perra se quiere volver ya, aliviada la canina vejiga. «Vamos, que se hace de noche», dice con la cola y la nariz afilada apuntando a un posible camino de vuelta a casa. Alguien tira la basura y suena como si a Robocop le hubieran atizado con una botella vacía de Comportillo. Ya de vuelta arriba, el latido del hogar me hace desistir de volver a acostarme. Un bonito sueño lúcido matutino.

En ruta las noches siempre son mejores que los amaneceres, y los amaneceres peores que los días. En ruta, los amaneceres y los atardeceres destacan las luces lejanas y mortecinas, de ese amarillo anaranjado que hace que las sombras se superpongan como espectros: un chiscón cuya ventana brilla a lo lejos, una mujer bien vestida planchando en una terraza reconvertida en cuarta habitación, una lámpara en contrapicado… Y ese regusto en la boca de las comidas que nos sientan fatal. A esas horas, la vida como empacho.

En las ciudades cuando no hay consenso sobre la ubicación de las cosas feas, la solución constante consiste en ir moviendo las cosas feas y cambiándolas regularmente de sitio. Esto viene sucediendo con el mercadillo matutino de inmigrantes que intercambian objetos pertenecientes a la categoría de la bazofia; que antes estaba en la orilla del río que no es río, y ahora ha cruzado uno de los puentes, como si pretendiera ir acercándose progresivamente al lugar en el que el no-río pasa por el centro de la ciudad. Todo ello entre una legislatura municipal y otra, para gloria de la movilidad de la fealdad. De todas formas, cuando paso por allí nunca me da tiempo a bajarme ni a comprobar si, cuando sale el sol, desaparece el mercadillo. Tengo que averiguar si Bram Stoker estuvo alguna vez en esta ciudad.

Me despierto ya del todo cuando me adelanta un Ford Mongolo. Todo el mundo sabe del del Ford Mongolo: no reconoce un atasco, vive en el carril izquierdo, no se sabe si cuenta con ojos debajo de los cristales de las gafas —un Corintio con pocas lecturas—, y le gusta tocarse el pito (tratando de tocarle las bolas a los demás). El tipo pita cuesta abajo y luego al rato, con algo más de luz, mientras adelanta por la izquierda en una suave subida, con un semáforo en rojo a cien metros que parte una doble hilera interminable de vehículos de refugiados que abandonan con tristeza sus casas para ir a trabajar. Me río y se me escapa La voz —con un tono suavemente contrariado—mientras las manos hacen los signos de «ir» y de «casa» y el Ford Mongolo acaba delante mía, todo el rato, hasta que yo cumplo mi misión desviándome suavemente hacia la derecha, dajando que el Ford Mongolo continúe con la suya.

Lo cierto es que tarda uno bastante tiempo en aprender a no tener prisa por la mañana, que al principio es un poco como no tener prisa por morirse, y luego se va transformando en algo mucho más serio y sencillo, como comer despacio, leer despacio, moverse despacio, follar despacio… Pero no, no es despacio. Es que se vuelve tan claro y distinto que parece que se ralentiza, encaja, fluye y se mueve como las algas al compás de la marea… Justo después, sale el sol, rompe la ola y se me olvida.

Imagen: Awakenings, Spiro Bolo (2016)

CC BY SA 2.0

Dexistir

Siempre he sentido una especie de fascinación por los suicidas. También por los no-suicidas que, teniendo arte, se fueron de este mundo con una cierta precipitación (les clubs lugubres); aunque a estos los considero en un luctuoso escalón por debajo de los suicidas, porque sus pulsiones —o su cruce con las mías— no me parecen las mismas.

Siguiendo el pensamiento postmoderno —el especialísimo pensamientito— sobre autopercepciones e identidades, habría que comprobar (y recomprobar, y volver a recomprobar) las conexiones entre suicidio y salud mental, porque estamos hablando —no puede que estemos hablando— de enfermos con una seguridad cercana al 135%. Porque enfermos estamos todos desde que nacemos, e incluso puede que hasta antes de nacer (genetistas a mí).

Por tanto, creo que tenemos todo el derecho a que se reconozca nuestra enfermedad. [Este matiz es muy importante y, por no alargar el corchete, les sugiero que vayan atando cabos. Si puede ser, a una viga.]

Lean mejor:

«Existir es como una enfermedad larguísima: uno va empeorando desde su nacimiento hasta que finalmente muere. Es por eso que son tan importantes los cuidados; y bien que nos lo repiten por más que no nos termine de entrar en la cabeza. Entrar en la cabeza es un arte antiquísimo que, al fin, ha trascendido hasta convertirse en un arcano-que-no-es-tal. «Entrar en la cabeza» ha sido desplazado por «instalar voluntariamente en la cabeza». Los dispositivos móviles han logrado esta proeza en un tiempo récord. Ahora supongo que se trabaja para que esa instalación acabe pronto con una desinstalación masiva, porque todos no vamos a poder caber en los cohetes que se necesitarán en 2030 para abandonar el planeta Tierra.»

Humm, F. (2023) Los cuidados

¡Quidadou! Por favor: si alguien se acuerda de cómo se llamaba la presentadora norteamericana que utilizaba esta fórmula en un programa de Tele5 sobre no-me-acuerdo-qué-con-exactitud, sírvase de contestar en los comentarios. Gracias.

Dexisto. No me pregunten las razones. Más que nada porque cuando no se quieren hacer preguntas, las preguntas no existen. De modo que no nos hagamos preguntas. Ni ustedes a mí, ni yo a ustedes, ni ustedes a ustedes, ni yo nunca más… Pero pensemos:

Si la muerte es lo que hace la naturaleza sostenible (¡el lobby de turno que se calle!), respeten a los suicidas genuinos. Porque la vida es maravilla, pero también dolor. Y muerte.

The Gap, Sydney, 188- / photographer unknown/ NKCR

State Library of New South Wales

Literalia literalis

Trata de esquivar el marasmo, Carlos. Trata de esquivarlo, por Dios. Quita los ojos de ahí, y las manos también. Pero hazlo de manera que nadie pueda notarlo. Quítalos y ponlos en otra parte; dedícalos a otra cosa que sepas, sospeches o intuyas que es correcta, positiva o bienaventurada por su progresividad. A partir de este momento, ya puedes volver a pregonar tus grandezas y, sobre todo, señalar con tu rectitud proletaria a los ojos y las manos de los demás. Puede que las sorprendas sobre el dinero, la carne o el viento —si es sobre el sol, te callas… o sobre un libro de la postmodernidad catecumenal, ensalzas—, aunque lo más probable es que se estén dando a la ONAN que medio parió David Foster Wallace (una verdadera lástima que no resistiera lo suficiente como para conocer a Trudeau)… Pero interpreta poca sorpresa, en realidad, muestra poca sorpresa. La justa, la comedida del comediante contemporáneo: despótico con el débil y zalamero con el poderoso. Que se palpe, sin posibilidad de evaporación, que sopesas regularmente tu deuda; que la valoras, que jamás apartas ni tus manos ni tus ojos de ese justo reconocimiento cotidiano que pagas religiosamente con tu vida. Y que sea ahora y siempre.

Siempre es ahora. Ahora es ahora, y siempre ahora. Ahora. Siempre. La revolución permanente de Trotski. Las simplezas de siempre, las simplezas de ahora: el sexo de los ángeles, el género de los acólitos, lo que ha dicho fulana, lo que nunca escribe mengano… El progreso involucionista, ¡presente!¡Y nosotros que creíamos que era más honesta la vida en los tiempos en los que se cabalgaban caballos y otras monturas! Ya no ve uno un caballo a no ser que ponga un western en la televisión. Ahora, siempre contradicciones, sobre el pasto y de frente hacia el poniente que se va enfriando. Ahora el pistolero alabado frente a la horca, el verdugo comprensivo que se arrepiente, la justicia fofa, el compromiso renqueante, las misas en directo en la palma de tu mano… [Después de las lapidaciones, las piedras se depositarán en diferentes contenedores para que las faltas punibles puedan ser recicladas de la manera más eficiente, y la administración de las penitencias pueda ser más justa, inclusiva y sostenible]. Antes, la mancha del pecado. Hoy, la de la contradicción permanente, sin que se note lo verdaderamente importante: el poder, y su mullida alfombra. Literalia literalis, pero mejor yo en la de arriba y tú en la de abajo.

Miro el rostro de mi madre y veo lo que en otros muchos rostros cuesta algo más de detenimiento poder observar—que conste que es más importante parecer ciego… no importante: es lo más importante—, veo la levedad del presente y el anhelo de un pasado que ya no se puede transformar en pasado, ni en presente, ni en nada. El drama es que si no fuera su rostro, ni fuera mi madre, sino que fueran el rostro y la madre de ellos, de vosotros, sí que todo ello sería transformable (menos mi madre). Sería mentira, como todo lo que se crea y se paga con mentiras, pero sería transformable. Se pagaría con mentiras, sería mentira, y los hechos (y los recuerdos, y los libros, y los anuncios, y los juramentos, y los dichos, y los refranes, y los misales, y las inscripciones sobre las tumbas; y los mapas, y las crónicas, y los cantares de gesta —vuestros cantares de gestos—, y los compendios de leyes, y libros de ciencia… ¡hasta el Grimorio de Magdalene!) se transfigurarían. Porque el gran signo de hoy en día es el gran signo de siempre: cuando se trata de poder, no importan la verdad ni la mentira. Tampoco las madres. Literalia literalis.

Imagen: Reflections by the way (State Library of New South Wales´s)

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Bloom

Agarra
lo que sepas que es verdadero en tu vida. No lo que sientas que es verdadero, sino lo que sepas que lo es.
Procura ser capaz de decir quién eres en toda circunstancia. Por encima de todo. No te engañes nunca con esto.
Es cierto que casi nunca eres tú solo, pero es menos cierto que lo que de ti queda cuando no hay nadie más que tú.
Agárrate siempre a la vida, porque cuando la muerte quiera agarrarte, dará igual a lo que te quieras agarrar. Siempre se muere con más dignidad con la vida entre las manos, aunque a veces sea una soga.
Disfruta de la tristeza tanto como de la felicidad, porque la mayor parte del tiempo estarás en otra parte. La tristeza y la felicidad están para que valores lo que está entremedias. La vida es lo que está entremedias.
Y haz reír todo lo que puedas.

Imagen:

Untitled. pumpkinmoook (2009) CC BY 2.0

Maestro vendedor de pañuelos de papel

En los semáforos se aprenden muchas cosas. Hay un semáforo que me detiene habitualmente cuando vuelvo del colegio a casa casi todos los días, incluso aunque los viernes me retrase un poco en la hora habitual, por esa también habitual buena costumbre de regalarme una cerveza por haber sido tan excelso maestro durante la semana. Y está bien, porque las cervezas merecidas siempre son buenas, y en los semáforos —con una chispa de interés— siempre se aprenden cosas, aunque uno se haya tomado cinco minutos antes una cerveza, y sea viernes, y esté cansado y pensando en que tiene que llegar a una hora razonable a recoger la comida que ha encargado para la familia; porque es viernes, día de lujos y suspiros, pequeños atascos que no importan y tabaco abundante, porque el tabaco se acaba siempre a mitad de semana, fume uno mucho, poco o casi nada. Hay en este semáforo cotidiano un tipo que vende pañuelos de papel desde que recuerdo circular en ese sentido de vuelta a casa después de terminar mi trabajo en el colegio. Creo que es rumano, gitano, simpático y dicharachero. Da igual que llueva o que haga un calor de esos que anticipan el fin del mundo. De lunes a viernes allí te encuentras al gitano o rumano, con su chaleco reflectante y su sombrero, a veces con paraguas, a veces con abrigo, siempre con su sonrisa cansada y su «Holaseñoooor». Está en el semáforo vendiendo sus pañuelos de papel, desde hace una pila de años, y siempre te saluda, y sonríe, diluvie agua o vomite fuego el cielo: «Holaaaa» «Señoooor». Saluda a cientos de personas cada día. Choca las manos, hace el maiquelyanson o el robocó. Camina por el arcén, arriba y abajo, según cambie de color el semáforo. Da saltitos, como si fuera Chiquito de la Calzada, o echa carreritas con algún motorista, siempre de manera prudente. Se nota que le quieren —que le queremos— al gitano rumano. Y de vez en cuando, todos los que no somos unos malditos hijos de puta le compramos pañuelos, charlamos un poco con él… Tratamos de devolverle un poco de la amabilidad y dedicación que se toma con todos los que pasamos por allí todos los días a esas y otras horas; aunque creo que en cuanto desaparece el sol, el astro se lo lleva, porque cuando paso por allí a otras horas nunca está; aunque esto es prueba probablemente de que el sindicato de vendedores de pañuelos de papel en los semáforos se toma muy en serio su trabajo y sus derechos; y debe hacernos sentirnos muy orgullosos del estado de bienestar que nos amamanta y enseña a ser buenos ciudadanos y ciudadanas, ya llueva, truene o haga un sol de esos que casi son denunciables en un juzgado de guardia. Pero quitando esos ratos, el rumano gitano siempre está allí. Vende sus pañuelos de papel mientras nosotros esperamos para seguir conduciendo hacia alguna parte. Y lo hace muy bien, lo hace muy amablemente. Te saluda. Te cuenta algo. No te aborda. Si le compras, bien. Si no le compras, también. Si algún día tuviera que vender pañuelos de papel en un semáforo, estoy seguro de que lo trataría de hacer como lo hace él, el rumano gitano, sonriente, bailarín, amable y dedicado a sobrevivir sin aspavientos. Siempre me digo a mí mismo cosas sobre él, pero siempre se me olvidan, y cuando vuelvo a verle no las recuerdo. Es por eso que me he decidido a contarles esta pequeña historia.

Ayer me detuvo el semáforo, dejándome en el privilegiado primer lugar del carril de la derecha. El motor del coche se detuvo, porque aunque sea diésel es ecológico y respetuoso con el medioambiente. El gitano rumano vendedor de pañuelos de papel cruzó por delante del capó haciendo un escorzo típico del dolor de espalda, mirando por un instante el distintivo del auto verde y gris, y se acercó digno a la ventanilla.

–¡Holaseñooorrr!

–Holaaa.

–Un BMW siempre es un BMW …

Me reí sacándome el cigarrillo de la boca y puse cara de que hoy no tocaba. Él se mantuvo como es.

–¿Sabe usted de cuándo fue el primer BMW? ¿Primera o segunda guerra mundial? —saladísimo, que me sacó otra sonrisa.

–No. No tengo ni idea… Pero supongo que de la primera… Tengo que mirarlo…

–Nonono. Usted mañana, mañana se lo digo yo si quiere, cuando pase.

– Vale. Hasta mañana —otra sonrisa y semáforo que se pone en verde.

Subiendo la cuesta, tras otro semáforo que hay seguido y que también se pone en verde o rojo al mismo tiempo que el que rebasaba, pensé en que este ardid del magnífico gitano rumano que vende pañuelos de papel, con su sombrero y su bonhomía, desde hace un montón de años, en el mismo sitio y a la misma hora, como Chiquetete, es exactamente el mismo que empleo cuando —si me toca hacer de tutor de clase— dejo un pequeño reto, adivinanza, acertijo, búsqueda o enigma al alumnado para tratar de conseguir que al día siguiente vuelvan a clase. El de este mismo día que les cuento ahora fue: «Cuando me siento me estiro, cuando me paro me encojo. Entro al fuego y no me quemo, entro al agua y no me mojo». Sólo hay que traer la respuesta correcta al día siguiente, y se consigue un privilegio de alguna clase. Mañana me encontraré en el semáforo con el maestro vendedor de pañuelos de papel, para que me enseñe algo que no sé. Con cuántos de los chicos y chicas del cole… no lo sé.

Y ahora, me voy a hacer los deberes.

Imagen:

Red, Roland Tanglao (2015) Dominio público.

Retrocesos

Hay un tipo en alguna parte dándole a un botón para que todo parezca una mierda. No es un tipo sin rostro y que acuna a un gato. Se parece a ti y a mí. Hay también muchos otros tipos en alguna parte dándole a otro botón para que todo parezca una maravilla. De algún modo nos van convenciendo de que la vida no es eso tan hermoso, pausado y continuo que sucede cuando no le estamos dando al botón. Esos tipos pueden ser amigos, conocidos… incluso familia tuya. Puede que sean hasta tus hijos. No voy a perder el tiempo en desdoblarlo para que parezca más inclusivo. Somos nosotros. Sois vosotros. Son ellos.

Lo extraño es que a veces parezca no haber forma de apreciar la vida fuera de una pantalla.

Imagen:

Smithsonian’s National Zoo
Smithsonian’s National Zoo Orangutans Turn High-Tech with Apps for Apes CC-BY-NC-ND 2.0

El maestro que se hizo camarógrafo

Esta mañana ha venido al colegio un camarógrafo para grabar algunas cosas que me habían pedido para la televisión. No era el plan inicial, pero supongo que hay que aceptarlo y aprender. Desde luego, a mí me ha servido de mucho, y Antonio —que así se llama el camarógrafo— me ha desmostrado en parte por qué, una vez, quiso dedicarse a la enseñanza. Porque ver y mostrar el mundo a través de una cámara es todo un arte; y como todo arte requiere de conocimiento, dedicación y talento.

Antonio llega y me avisan por teléfono, porque el timbre del colegio no está muy visible. Lleva un equipo serio que me hace recordar que en estas lides soy un mindundi. Una estación de combate Panasonic, lente interna Canon, conexiones como para lanzar un misil nuclear en alguna parte. Un trípode que quizás podría aguantar una ametralladora del calibre 7,62 mm. que maneja con una facilidad que pareciera que se trata de un palo para hacerse selfies. Están currados, el equipo y Antonio.

Atiendo a todos sus gestos e instrucciones, después de haberle llevado a los sitios del colegio que creo que pueden lucir mejor como fondo y para hacer tomas complementarias (seguro que se llaman de otra manera). Es fácil. Primero graba las tomas en las que salgo hablando. Solo tengo que concentrarme en contestar las preguntas que me enviaron. Pero esa es la cuestión. Antonio viene aquí a grabar. No necesita saber nada más. Él es el ojo, y yo no pongo nada más que palabras más o menos atinadas. Hace esas tomas primero, y luego le voy siguiendo y observando mientras va haciendo otras, aquí y allá. Una panorámica en el patio principal para que se vea nombre del colegio recién pintado en la pasarela que lo rodea, un tiro con «el corazón de los sueños» del colegio al fondo, otro con el corazón ya más presente y al fin, en la línea de desplazamiento, el huerto. Allí, empezamos a charlar.

Antonio dejó sus estudios de maestro para hacerse camarógrafo. Era aficionado a la fotografía. El último año lo dejó y se marchó a Madrid becado, a un lugar en el que podía aprender audiovisuales. Entendí — entre la curiosidad y la sordera—, que después hizo Psicología, e intentó meter en la universidad esa parte tan importante para educar la mirada que es la competencia mediática. Ni caso le hicieron. Todo esto me lo iba contando mientras grababa. Con trípode, cámara al hombro (tiene que pesar lo suyo), a ras de suelo… En esta parte me gustó verle haciendo algunas cosas que el mindundi hace también con el fono a veces, con más o menos conocimiento e intención. Movimientos de cámara, enfoques… lo demás es alquimia de la técnica de la imagen que todavía está fuera de mi alcance consciente.

Cuando todo estuvo grabado —fue un suspiro—, pudimos charlar un poquito más mientras esperábamos a la sombra a que vinieran a recogerle. Entonces me contó que a él no le gustaba grabar en estudio ni en interiores. Que lo que le gustaba era la calle. Intuyo que por eso dejó lo del magisterio. Porque cuando a uno lo atrapa lo de ser ojo, lo que necesita es ver mundo. Es otra forma de viajar por lo cotidiano. Es otra forma de vivir y contar historias. Es otra forma de mostrar, enseñar y aprender.

No sabéis las ganas que tengo de ver lo que ha grabado. Sobre todo, los tiros en los que no salgo. Gracias por tu doble clase, Antonio.

Imagen:

Panasonic HD cameras, Bob Bekian (2010) CC BY SA 2.0

Las energías bordes

El siglo XXI es terriblemente cansado. Aunque la nostalgia sea pura escoria la mayor parte del tiempo, no puede uno nada más que echar de menos otros tiempos no tan lejanos en los que los medios no competían tanto por nuestra atención; y en los que —esto me parece esencial— no se estaba acabando el mundo un día tras otro. Esta condena diferida es un martirio disfrazado de aleccionador suplicio, y como se trata de hacer sufrir de manera continuada al personal para que reciba con alborozo el calculado maná mediático, está más que bien pensado.

El mundo se va a acabar. Mañana, justo antes de la hora del aperitivo. Si alguien nos contara esto o lo leyéramos en alguna parte, nos entraría la risa floja y quizás le daríamos eco en alguna red social. Esto sería considerado como un comportamiento razonable ante un conjunto de afirmaciones de mal agüero que, como poco, ni siquiera ha pasado por las manos de un verificador de hechos [este es uno de esos trabajos más graciosos que se hayan podido inventar los gurús del tenemos-que-preparar-a-los-niños-y-a-las-niñas-para-trabajos-que-no-existen… ¡ay, truhanes, si lo teníais calculadito todo…], ni ha salido en los medios, ni en Twitter, ni en Whatsapp, ni en ninguna parte. Afirmaciones hechas por un paria. Unas risas y a otro timeline.

Lo razonable es, qué duda cabe, creer que el mundo se va a acabar porque nos lo cuentan en las noticias, en el dossier meteorológico (cada vez más terrorífico), en tal documental (altruista), en tal película (mordaz e irreverente), en tal RRSS (libre y plural) o en tal libro [¿Libro? ¿Qué es un libro?]. Por fortuna, de los libros agoreros es fácil escapar — tan fácil como escapar de cualquier otro objeto que tenga apariencia de libro—, pero en el resto de los casos la huida se me antoja algo más elaborada. Vamos, más difícil que dejar la heroína, para ser precisos. El porqué resulta evidente: nos estamos volviendo adictos a las malas noticias y, por ende, al mal rollo. Nos estamos volviendo adictos al miedo. Nos estamos volviendo adictos a tenerle pánico al futuro y a la vida.

Cambiar estas energías negativas por otras más limpias y menos contaminantes —no ya para el planeta, sino para el vecino, la cuñada, el conductor del autobús, ya saben, «la gente»—, desde luego va a ser complicado, porque supone romper el ciclo yonqui en el que ya estamos metidos hasta las trancas, como si saliéramos en la portada del disco «Dirt» de Alice in Chains, o como si fuéramos el pobre Layne Staley (que en gloria esté). No les voy a engañar: creo que está difícil. Por lo pronto, no tengo a mano ningún verificador de hechos. Pero humo causante de cáncer emocional y vital estamos produciendo por encima de nuestras posibilidades. A ver si mañana en las noticias dicen algo. O por ahí.

Imagen:

Pollution, Kevin Dooley (2007) CC BY 2.0

Banda sonora de la entrada:

Long Gone Day (Mad Season, Above -1995-)

La casa blanca

De acuerdo con la ciencia, debo llevar a estas alturas de mi vida aproximadamente 15 años durmiendo. Intuyo que son más, porque además de amar la desconexión de la horizontalidad y de la inconsciencia, reconozco que he podido estar dormido un tiempo que es más difícil de estimar experimentalmente, que es el tiempo en que no comprendía del todo —si es que esto es posible— de qué iba esto de estar vivo y disfrutar de la vida sin tener que echar mano del sueño para tratar de estar en otra parte, más cómoda; esa parte de la existencia en la que todo desaparece y somos un cuerpo más o menos plácido que sueña de manera más o menos plácida. Lejos de la responsabilidad, del miedo, del deber, del cobrar, del derecho, del ideal, del trabajo, del sueño y de la nostalgia. Lejos de la vida, en definitiva.

Pocos son los grandes placeres de la vida que se parecen a los instantes de consciencia previos a la entrada en el territorio de Sandman. Y son tan variados… Porque no es lo mismo dormirse solo que al lado de alguien. Caer rendido de cansancio, que harto de copas, o de líneas de libros, o de darle vueltas a las preocupaciones y a los anhelos; o después de haber peleado por meterse dentro de alguien, con más o menos consciencia… Estábamos allí, pero realmente, ¿dónde estábamos? ¿Adónde pretendíamos llegar? Afuera. En realidad, siempre queremos llegar afuera. Y la manera menos definitiva de hacerlo, siempre es dormirse. Comprar un pequeño viaje a la nada para luego bajarnos a seguir viviendo el estar despiertos. Ya iremos afuera cuando no haya más remedio, cuando nos lleven, o cuando queramos irnos para no volver a despertar jamás.

He dormido en muchas camas —como casi todo el mundo—, en sofás, en sillones, en sillas, en coches, en autobuses, en furgonetas, en aviones, en bañeras, en piscinas vacías; en casas conocidas y desconocidas, en portales, en garajes, en bancos de estaciones de tren… Sobre montones de escombros, sobre pilas de dudas y sobre acumulaciones de sueños…Sobre la arena de la playa, bajo el cielo de la montaña, encima de cajas de cartón frías ; pensando en el pasado, en el presente y en el futuro o queriendo no pensar en nada. He dormido queriendo y sin querer durante 15 años. Y me parece un tiempo verdaderamente bien invertido, aunque no haya forma de darle la vuelta.

En todos estos años de desconexión reconocida como saludable, mi mayor hallazgo ha sido el de la casa blanca, un lugar al que de manera infalible puedo acudir a descansar cuando no es de noche o no tengo mucho sueño. Porque cuando es de noche, casi siempre me duermo con un agradecimiento por haber podido llegar hasta la cama de nuevo, otro día más. Sin embargo, cuando se trata de obligarse a dormir, voy a la casa blanca, la casa de madera que siempre está abierta.

Hay una luz cegadora en la casa blanca, y al entrar ves un piano en el salón. Al principio me costó quitarme de la mente a John Lennon y , sobre todo, al culo de Yoko Ono para armar la ilusión correcta. Alrededor de la casa blanca el viento agita despacio los tallos altos de las hierbas. Cuando quiero dejar de pensar, pienso en la casa blanca con la tranquilidad de que no aparecerá ningún presidente. Floto un momento y subo el tramo de escaleras del porche mientras la luz me va cegando. Entro y miro hacia la derecha fugazmente. Veo el piano. Mi habitación está arriba, supongo. Porque nunca llego a subir el segundo tramo de escaleras. No sé cómo es la habitación de arriba. Y lo cierto es que no quiero saberlo, pues de algún modo estoy convencido de que cuando suba las escaleras de la casa blanca, nunca volveré a bajar, y siempre me quedaré durmiendo…Pero solo lo pienso cuando estoy despierto.

Imagen:

Abandoned house, Gilbert Mercier (2021) CC-BY-NC-ND 2.0

Banda sonora:

Lotus Plaza—Remember Our Days

2022

Esto de los años que empiezan no tiene mucho sentido más allá de considerar la pareja que hacen con los nuestros, que son los que se van acabando. 2022. Parece bonito. No tanto como podría ser 2222, pero un buen año para seguir viviendo y contemplar, mientras tanto, cómo viven los demás. Los que están cerca. Los que están lejos. Los que están sin saberlo, y los que sabemos que no están, y viven en nosotros. Para qué pensar en la ausencia antes de que efectivamente se imponga… 2022 me parece otro estupendo año para dedicarse a vivir sin esperar a lo que esté por venir. Besa a tus hijos todos los días. Muerde a tu pareja. Aplasta a tus padres con suavidad, para sacarles las contracturas, o abrázalos para que sanen las fracturas. Haz algo ya, gilipollas.

Tengo muchos planes para este año. Te los listaría encantado, por si no tuvieras planes y necesitaras inspiración. Pero no voy a hacerlo para que no te pongas más triste. Porque la realidad es que no tengo más plan que vivir mirando a los ojos a las personas a las que puedo mirar de manera cotidiana; y quizás imaginar los ojos del resto conforme se me vayan presentando las ocasiones. Es tan cómodo comunicarse con las personas que no tenemos delante, ¿verdad? No hay ojos. No hay boca. No hay gestos. No hay manos. No hay cuerpo. No hay nada que pueda resultar equívoco. Solo palabras que, llevadas a la mínima expresión, aseguran la comodidad de la asepsia.

Hace dos años, cuando empezó toda esta majadería —you know what I mean —, creo que escribí sobre la importancia que cobraban los ojos en tiempos de mascarillas. Ahora me gustaría volver a escribir sobre ello, pero el virus parece que se lo ha comido todo: los ojos, las mascarillas y la vida. También las palabras, las conversaciones y los saludos. Los abrazos, los besos, la carne, la saliva, el calor, el sudor y la cercanía. Todo se ha vuelto tan errático… Si solo dependiera de nosotros…

Si solo dependiera de nosotros, habría que dejarse de gilipolleces ya. Porque solo depende de nosotros. Solo depende de nosotros volver no ya a la normalidad —porque uno no va plantándole dos besos a cualquiera cotidianamente—, pero sí a las personas a las que queremos de un modo u otro. Estoy harto de hacer cosas raras. De solo mandar por defecto besos y abrazos por correo electrónico. Estoy harto de chocar puñitos, de sentir manos y cuerpos torpes y de saludarme con autómatas. Quiero que vuelvan a rechazarme el saludo como antes. Quiero que la gente vuelva a comerse la boca sin conocerse de nada. Quiero escupir y que me escupan. Quiero que los niños se vuelvan a comer las uñas. Quiero volver a arrancarme la mandíbula de felicidad, y apretar tanto los dientes como para que los dentistas tengan trabajo para unas cuantas décadas más.

Sí. Lo he notado. Y tú también lo habrás notado. Hay más personas como tú y como yo. No somos negacionistas. No somos majaras. Simplemente somos personas que queremos volver a celebrar la vida. Y si nos tienen que negar el saludo, pues que nos lo nieguen. Al fin y al cabo debería ser como era antes: nada perfecto, todo humano.

Deja de dar besos virtuales a tus carniceros. En 2022, recupera tu vida.

Imagen:

Kiss No. 2, David Martyn Hunt (2009) CC BY 2.0

Banda sonora:

Da Break- Superloop (las dos primeras pistas).

El estúpido miedo nuestro de cada día

Está ya más que explicado lo que la ciencia sabe del virus, que los virus cambian, que la ciencia sigue trabajando, que tiene su parte de negocio, que lo que le salga de los huevos a los de los gorritos plateados… Está más que visto que la gente que presenta y sale en los informativos es cada vez más siniestra. Parecen los de siempre, pero tienen el botón del modo asustaviejas todo el rato encendido. Y por mucho que se junten todos como borregos en el coro de una iglesia, no me van a convencer de que estamos otra vez en 2019 respecto a esta enfermedad. ¿Por qué no os calláis un puñetero rato todos o habláis simplemente de cosas bonitas, que las hay —y muchas—, a cada instante en el mundo? Ingenuo…

Ya sé que el mundo es terrible y absurdo. Pero también que a la gente (a mucha gente) le haría bien ver más cosas bonitas en los noticieros. Y no hablo de proezas deportivas ni chorradas banales… No. Hay arte, hay historia, hay humor, hay bellezas universales y objetivas, cultura no subvencionada… ¿A qué viene mirar siempre hacia la mierda y ofrecer prácticamente siempre datos sesgados sobre la puñetera enfermedad de la pesadez? Debería bastarnos el equipamiento del miedo de supervivencia con el que venimos de serie. Sí. Nos basta con eso, Matías, Pablo y resto de apóstoles del cague. No nos den ustedes más discursitos. Permitan que volvamos a vivir y a morir en paz.

Está ya más que demostrado que la vacuna protege y que tiene sus riesgos como todas las vacunas. Que protege, ojo, no inmuniza. Gráficamente, la vacuna actua como el elixir que se bebe Geralt de Birria (discúlpame, Henry) antes de liarse a mandobles con el monstruo de turno. Parece que el brebaje le convierte en un ser canoso invencible, con esa mirada oscura que se le derrama por las sienes; aunque pese a ello le pueden dar amor de garra y mordisco. Las vacunas protegen tu salud, como lo hace no fumar, no beber, no salir, no meterla en cualquier agujero, no “lo que quieras”. O, ejemplificando en positivo, comer saludable, hacer ejercicio, ver vídeos de Greta Thunberg (aunque esta afirmación no tenga base científica), etc… Es cierto que todo ello, en conjunto, puede hacer también que la vida sea más aburrida, plana, uniforme y, en general, tendente al miedo. Aunque eso no es lo peor de todo.

Está ya más que explicado que la vida se compone de libertad y azar. Vivir tiene sus riesgos, coño, y aunque seas un cartujo inmarcesible te puedes resbalar bajando unas escaleras del siglo XVI yendo en chancletas, romperte la cabeza y quedarte amoñoño (gracias Custer) para los restos. Que hay que vivir. VIVIR. Respeto vuestro miedo, pero guardadlo para esos ratitos que os gustan tanto, cuando viajáis al final de la noche (un saludo Luis Fernando), en los que en lugar de estar rumiando bilis fría deberíais estar sonriendo agradecidos antes de quedaros dormidos por haber vivido otro día más. Respeto vuestro miedo, sí. Pero iros a la mierda ya con él, ¿vale?

Venga. Felicidad y alegría para todo el mundo.

Imagen:

Fear, por Pimthida (2011) CC BY NC ND 2.0