Sólo se puede aprender aquello que se mama

En tiempos de Francisco Mora se comenzó a escuchar por todas partes su conocida sentencia «sólo se puede aprender aquello que se ama». La (bonita) frase acompañaba al título de su libro sobre neuroeducación publicado en 2014, abriendo un universo de amor y reverencia hacia nuestros cerebros y su todavía muy desconocida magia (funcionamiento). Pocos años (convulsos) después, el amor sigue siendo tan esquivo como el aprendizaje, y me pregunto si el autor no pondría el listón muy alto en cuanto a la emoción (sentimiento) que supone propulsa a los niños hacia el aprendizaje (en realidad, quizás sólo hacia la atención), porque qué va a saber un niño del amor (concepto). Los niños suelen decir cualquier cosa que los adultos muchas veces sobredimensionamos —sobre todo cuando se da la circunstancia de que son nuestos vástagos—, para bien y para mal… Si ustedes tienen hijos… ¿nunca les ha espetado ninguno de ellos que les odia? ¿Es grave? No. En absoluto. Si no saben lo que es el amor, tampoco pueden saber lo que es el odio… «¡Pues mi hijo lo sabe!» Fantástico. Haga que se apunte a una carrera de ciencias y no se le vaya a ocurrir comprarle una katana, por si acaso.

«Sólo se puede aprender aquello que se ama» me parece una afirmación muy fluffy (esponjosa). Es estupenda para apuntalar la portada de un libro que, seguramente, se ha vendido muy bien (el amor siempre vende, casi tanto como el odio). Sin embargo, su recorrido fuera de esos límites rectangulares está repleto de atolondrados ecos que rebotan en los espacios que no dejamos que ocupe la reflexión. Quizás con algo más de prudencia en origen, podría haber quedado como «El amor por una disciplina puede mejorar el rendimiento del estudiante en ella» (algo más técnica)… «Si te gusta lo que haces, lo aprendes mejor» (acercando el saber a «la gente»)… Pero la debilidad del aserto aparece con más claridad cuando recordamos la cantidad de asuntos ante los que no sentíamos ningún amor (atracción), y que hemos ido aprendiendo a lo largo de nuestra vida. ¿O debemos dar por sentado que todo lo que sabemos se ha posado entre nuestras sinapsis como la paloma blanca? Nos puede estar pasando lo que le sucede a los «progresistas», que apalean los dogmas religiosos para sustituirlos por sus propios dogmas indemostrables que, paradójicamente, ya han constatado su inutilidad a lo largo de la historia, por ser los humanos (cuando nos oponemos a ello) tan limitados para aprender (porque no amaremos, seguramente, al prójimo como a nosotros mismos, y no somos tan iguales, al fin y al cabo). La religión del progreso, la religión del aprendizaje… Como no ames, no vas a aprender… pero, ¿es que acaso es sencillo el amor? ¿Acaso es sencillo aprender, María?

Tanto te amo que te mataría

Este encabezamiento es igual de absurdo que «Sólo se puede aprender…», porque si amas a alguien no le matas (salvo que te lo pida por alguna razón convenida entre amantes, por ejemplo). Sirva la contradicción para ejemplificar las dificultades del amor. Porque amar es difícil, muchas veces. Igual que aprender. Y más si le adosamos el amor, que es una realidad también compleja. A no ser, claro, que estemos hablando de estratos más bajos , más simples, más breves (gustos, aficiones, pilycrimes, etc…). ¿Se lo vamos a poner todavía más difícil a los estudiantes —no aprenderás la teoría de la relatividad a no ser que seas capaz de amarla, Pepito— ¿o estamos hablando en realidad justo de lo contrario? ¿No podría suceder que ese supuesto amor no fuera más que una simplificación de la dedicación necesaria para el aprendizaje, por mucho que se pueda llegar a amar lo que se aprende? ¿O es que el amor se termina justo después de decir «te quiero»? El amor era dedicación también, como a algunos les ha recordado el virus. No bastaba con decir «te quiero». No basta con seguir el camino sencillo. No basta con hacerle creer a un niño que aprenderá siempre con una sonrisa tonta dibujada en la cara. Porque nada que merezca verdaderamente la pena es fácil, sencillo, rápido y se consigue con un click. Y enseñarle a un niño lo contrario, es convertirlo en un esclavo.

La indiferencia ante la dificultad

El amor. ¡Ah, el amor! El aprendizaje. ¡Boah, el aprendizaje! ¿Qué pensarían los niños de hoy dia sobre Love Story? Qué más da. Lo importante es qué están aprendiendo los niños en sus casas y en las escuelas. Lo que aprenden en los medios —y cómo éstos van moldeando y condicionando determinadas respuestas a nivel neurológico— lo dejamos para otro día, sospechando que aquí sí que existe una base de conocimiento muy relevante y convenientemente difuminada hasta la opacidad desde hace décadas… (o que, esquivando la conspiranoia, llevamos ya demasiados años yendo hacia delante como van los ñús cuando tienen que cruzar el río). Aún así, ¿la indiferencia dónde se aprende? ¿El amor dónde se aprende? La verdad es que son preguntas complicadas. Barrunto que ambos pueden empezar a aprenderse en casa y en la escuela, pero que indefectiblemente requieren de tiempo y dedicación por parte de las personas involucradas (para bien, para mal y para regular). Si nos las imagináramos como dos mochilas, una estaría llena y la otra vacía (aunque estuviera repleta). El enamorado (el que aprende) siempre encuentra algo dentro de su mochila. El indiferente (el que no aprende) no encuentra nada dentro de su petate. Giro. El enamorado sacará algo de su mochila y te dirá qué es. El indiferente lo sacará y no podrá decirte qué es. El paradigma de ese estado mental creo que se resume en esa frase que suelen repetir siempre los niños a los que les cuesta mucho aprender: «¿Qué es lo que tenemos que hacer, Manolín?» «No sé». ¿Lo que no amamos nos resulta completamente indiferente? Si no sabemos lo que es, no podemos amarlo. Llamémoslo de cualquier otra manera, pero no lo llamemos amor. Llamémoslo, si quieren, enamoramiento. Pero no amor. Lo que no se conoce en un grado suficientemente significativo, no se puede amar.

En definitiva, en cuanto aparecen dificultad e indiferencia en el aprendizaje, podemos tratar de ponerlas en perspectiva sin renunciar a su verdad (la ignorancia). Por eso, creo que lo que mejor se aprende es lo que se mama (casa>escuela>barrio+los medios cayendo como pintura de spray constantemente encima de todas las instancias), no lo que se ama. Eso viene después —y seguramente es un estímulo maravilloso para seguir aprendiendo—, después de mucho trabajo y dedicación; después de mucho tiempo, desvelos, esfuerzos, triunfos, sinsabores… Porque uno ama lo que se le hace caro (querido) y valioso a fuerza de poder haberlo transformado en algo reconocible y transmisible, en algo que se pueda compartir. Eso es lo verdaderamente especial. Y no puede empezar por el estado que hay al final del proceso, no al principio. El mundo está lleno de amantes de las estrellas que jamás irán al espacio. Tampoco pasa nada por ello, siempre que seamos sinceros al respecto. El enamoramiento es sólo el principio. El amor viene después y, en fases amplias, no estará delante de nosotros resplandeciendo todo el tiempo. Porque le sucede un poco lo que le sucede a la felicidad, y lo que le sucede a muchas frases. Que sólo están bien para un rato. Y esto, se aprende con el tiempo, como poco.

Imagen:

In Love With Clay, Carol Von Canon (2015) CC NC ND 2.0

Banda sonora de la entrada:

Hernan Cattaneo Resident 510 13-02-2020 (en bucle continuo desde el principio hasta el minuto 23:00)

La electrónica que no falla

Mis conocimientos de largo recorrido sobre la música electrónica se reducen a la simplicidad de mi proverbial buen gusto musical, y a la disposición innata que tengo a dejarme encontrar por la buena música. Pero cuando se trata de electrónica, no controlo absolutamente nada, sino que son las buenas canciones las que se manifiestan por la vía de manipular mis ritmos orgánicos y decirme: «Eh, chaval. Que soy una buena canción». Cuando eso sucede, tengo que resignarme y, simplemente, disfrutar. Insisto, no sé nada de música electrónica, pero de algún modo ella sabe, como otras músicas, lo que me gusta. Así que, en definitiva, a mí me parece un buen pacto, y siempre me dejo hacer.

Hará un par de semanas, o quizás más porque el tiempo a los cuarenta y cinco se parece al de los tocadiscos, andaba buscando una mezcla larga en YouTube para hacer cosas… Al azar, empecé a escuchar un enlace mientras cocinaba por la noche.

A partir del 5:15, noté algo y empecé a prestar atención mientras hacía algo que ahora no recuerdo. Algo relacionado con lentejas, barrunto ahora; echarle vino blanco al sofrito, ponerle un ojo de murciélago a los chorizos que bailaban aparte, fregar un plato que ya había cumplido su función… Allí había algo —seguramente en la línea de bajo, o en los sintes que lo visten todo desde lejos—, conque cuando cerré la olla exprés me fui a los comentarios y bendije el buen detalle que tiene siempre la gente que cuelga estas cosas al poner la lista de reproducción completa de las mezclas. «3. Joseph Ashworth – Sienna (Original Mix)», ponía. Así que me fui a buscar al pájaro para contemplarlo fuera de la jaula.

Casualidad o no, me topé con un pájaro fucsia, y me senté ya tranquilamente a dejarme llevar mientras las lentejas empezaban a lloriquear. El arranque era muy Bonobo, y jugaba con los pocos elementos de los practicantes experimentados, como el bueno de Púper que nos pinchaba de pequeños durante los veranos y otoños manchegos, sin saber que quizás a largo plazo estuviera fomentando drogadicciones. En el 1:27, Answorth me avisó de que me bajara un poco los pantalones porque venía el pinchazo. Respiré una mijita. Olí el humo del alcohol consumido. Chac-temblor. Chac Mool. Después, los colorines comenzaron a fluir y empecé a bailar por la cocina pensando en lo bonito que sería estar rodeado de 5.000 personas —pero solo— y con un muro de altavoces atronando entre la nube de humanidad sudorosa, sobre el crujido plástico del suelo y más allà del qué-más-dará-ya-todo mediado o no por sustancias que ya, afortunadamente, no necesitan de ningún Púper que te las haga correr por el organismo. El progreso con mayúsculas, vamos. El progreso adecuadamente.

Al día siguiente, sin resaca alguna, ya tocó buscar algo más sobre Joseph Answorth (inglés, canijo, Instagram limpito, echando de menos los clubs… no hace falta saber mucho más…) y encontrar la versión corta del tema, menos medicalizada y orgánica en lo auditivo, una chispa más rápida, y muy bendecida en lo visual. El vídeo es preciso y precioso.

Nótese que en el último juego, el tema pierde todo su espectro ritual. Seguramente porque ya va directamente dirigido a adictos a la sustancia, y en la mezcla se puede despreciar toda la liturgia previa, toda vez que los organismos acostumbrados reaccionan con la rapidez aprendida de sus automatismos hormonales, celulares , nerviosos y musculares. Y porque ya no juega sólo con el sonido, sino también con la imagen.

Por eso, mi simple intuición al respecto de la buena música electrónica es que, cuando es soberbia y la despojamos de todo, es imposible resistirse a ella. Hagan la prueba, sobre todo si no les gusta y ni saben ni quieren saber sobre ella. Cojan el vídeo del halcón fucsia, ponganse los auriculares en el fono, tiéndanse en cualquier parte con los ojos cerrados y déjense hacer. Si a partir del 1:27 no se les ha movido rítmicamente un dedo del pie, o no les han empezado a latir los párpados o no han sonreído levemente justo con el primer golpe de bombo de ese instante, mágico chute de algo verdaderamente bueno… vayan a su médico de cabecera aunque tenga lista de espera, porque algo no funciona bien en sus organismos. Lo crean o no, la electrónica y los DJs saben mucho, aunque no tengan ningún título homologado. Conocen perfectamente la sustancia de la que estamos hechos, los ritmos de intercambio de nuestras membranas celulares, las frecuencias sonoras de nuestros citoplasmas, las cadencias de nuestras respiraciones y cuánto hay que apretar una glándula determinada para que empiece a segregar algo invencible. Lo saben mejor que nadie.

Es inútil resistirse, Luke.

Imagen: Sienna, Assateague NPS (2014) Dominio público.

Miradas kilométricas (III): Esbjörn Svensson

No sabía absolutamente nada de Esbjörn Svensson hasta anteayer. De hecho, no sé nada de Esbjörn Svensson, aparte de lo poco que he podido leer aquí y allá, a ratos de respiro emocional — porque su música arrebata—, en esta biblioteca de la inmediatez que es internet. Pero lo cierto es que se ha colado con su piano, con su trío, con su tensión creativa, con su música… en esta serie discontínua de «Miradas kilométricas». No. No le tocaba a él, como tampoco le debiera haber tocado marcharse tan prematuramente, en el inicio de la cúspide de su creatividad musical. ¿Por qué los mediocres viven tanto tiempo? Es inexplicable, aunque no está exento de lógica. Los mediocres no se desgastan, no hacen cosas riesgosas… Se dedican a administrar muerte en lugar de vida. Mejor: se dedican a absorber la vida de los demás. Evolutivamente son los mejores, sin duda. Para un mundo que no tenga que avanzar nunca, que tenga que quedarse quieto o ir marcha atrás; para un mundo en el que lo único importante sea vivir a costa de los demás e igualarnos a todos en la grisura, nada mejor que un mediocre.

Pero volvamos a lo bonito… Observad, a continuación, cómo funciona buena música a la hora de escribir. Comienza. Observas que no es fácil. El trío arranca, y sabes que lo ha hecho cuando miras esos ojos apretados, latiendo como corazones contenidos, esos dedos, esas manos, esos miembros tratando de amasar la materia intangible de la música, esa materia que se escapa a cada segundo, a cada movimiento; el equilibrista sobre el vacío, sin pértiga, sin cuerda, sin nada. Cuando hay buena música, no hay nada más. Es lo más difícil de hacer del mundo, la buena música, porque las notas no se quedan allí esperando a que las vuelvas a escuchar. Salieron ya y nunca volverán. Te envuelven y te ponen en algún lugar único para cada persona… Y comienza otra vez. Y te vuelve a mostrar ese sitio mágico donde no hay nada, en realidad, porque es un sitio que no existe, un lugar que nadie ha visto nunca, ni siquiera tú, que acabas de estar allí. Quizás abres los ojos un momento, y miras qué hay fuera de todo ello. Y reconoces por un momento a alguien, y no sabes que decirle, porque no estás seguro de que sea quien estás pensando, porque no estás seguro de si tú mismo eres en ese instante quien crees que eres cuando vas sordo caminando por la vida. Maldito seas, Svensson. Eres inmortal, muchacho. Eres inmortal y te curvas como se curvan los chamanes, queriendo comerte a mordiscos tu propio corazón, queriendo encontrar el manantial de ese flujo, el principio de todo, el origen de la corriente tranquila con la que aporreas el piano salpicando al universo. Algunos se limpian, o toman notas, o tratan de escribir como hago yo ahora. No somos más que unos ilusos, unos puñeteros ilusos boqueando como los salmones colorados que remontan el río… Y comienzas de nuevo, y el contrabajista se toca la nariz. Qué grandes ratos debísteis pasar juntos, haciendo planes y hablando sobre música mientras los niños correteaban en el jardín bajo la luz nórdica. Ahora me traes a Bill Evans, a Keith Jarrett, a Brad Mehldau… a todos los músicos que has devorado, chamán rapado, y los empujas a todos por una cascada salvaje para estrellarlos contra las rocas y hacer que se eleven en una nube de agua pulverizada que apesta dulcemente a jazz intemporal, a música más allá del reino de los vivos y de los muertos… Y comienzas de nuevo, por penúltima vez, y te veo sumergirte lentamente, por última vez, con la tranquilidad del que sabe lo que se hace. Es fácil. Lo has hecho tantas veces (esto es una suposición). Era fácil. Al salir, ya estás en otro lugar, Svensson. Allí donde habías estado tantas veces y nos habías llevado tantas veces, aunque pensaras que estabas solo. Nos dejas buceando bajo las frías aguas, genio, te has marchado a tomar un cóctel (otra suposición) mientras esperas que asomemos nuestras cabezas por encima del agua, para volver a respirar y sentirnos ridículamente vivos. Te marchaste hace mucho tiempo ya, Svensson. Pero no es verdad. Desaparecerán los mediocres, desaparecerá el agua, desaparecerá el mundo, desapareceremos todos. Pero ese amor que elevaste, jamás desaparecerá.

Porque comienzas otra vez.

Imagen: Esbjörn Svensson. Captura del vídeo de esta entrada (Youtube: https://www.youtube.com/watch?v=HWS-TgLDt38 Esbjörn Svensson Live At Wackerhalle, Internationale Jazzwoche Burghausen, Germany, 2nd May 2004)

The Eddy: si no te gusta el jazz, ni te acerques

Se llega a The Eddy (Netflix) como se llega a los sitios especiales. Una compañera de aventuras creativas me la recomendaba en Twitter hace unos días tras leer la reseña de la serie en Cinemanía, más concretamente estas líneas: «La idea era trasladar el dinamismo y la velocidad del cambio de la música jazz a la puesta en escena de la acción. El asesinato de un corredor de apuestas chino (1976), de John Cassavetes con Ben Gazzara como el propietario de un club nocturno en apuros, muy en la línea de lo que le ocurre al personaje de André Holland, fue una de las inspiraciones directas al hacer The Eddy.» ¿Qué podía salir mal? Nada. Absolutamente nada podía salir mal.

[Spoilers coming]

Empecé a verla y me acordé del arranque de Shadows —ahora también tengo pendiente The killing of a chinese bookie—, energía, cámara libre, cambios de luz y un plano secuencia que te ubica a ritmo de buen jazz en el meollo del asunto. The Eddy va de música y emociones, personajes que no pueden vivir sin música, personajes con cuentas pendientes consigo mismos, personajes contradictorios, emotivos y que tienen en común una vida construida alrededor de la música y el jazz. Eso, y muy pocas concesiones al gran público (no hay un momento verdaderamente ñoño hasta el capítulo séptimo, y es bonito, no ñoño)… El gran público… ¿Qué demonios será eso de «el gran público»?

Esta tarde, la otra tarde, hace varias tardes, leía algunas críticas sobre la serie destacando esta parte en el debe del director de los dos primeros episodios, Damien Chazelle. Una ventaja para mí no esperar nada de él, porque no he visto ninguna de sus famosas películas. No tengo que esperar nada de Chazelle…¿Por qué esperáis cosas de Chazelle? Los asuntos del gran público. El foro romano. Telésforo Romano. Bah. También se apunta en algunos sitios a la endeblez del guion de Jack Thorne… No sé. Le preguntaremos a Jack Thorne. Mientras tanto, y sin ser guionista, en mi opinión el desarrollo de la serie se construye a partir de los personajes, y el ritmo se desarrolla a partir de la música, el uso de la cámara y el ofrecimiento de la información justa entre personajes que se relacionan de una forma natural, como si no estuvieran comprometidos con el cometido de hacer que el espectador tuviera que seguir un camino predeterminado. ¡Si sólo tenéis que mirar y escuchar, gandules! ¿No veis que están nada más que viviendo? Simplemente están viviendo, y no se dedica uno a contarle a todo quisqui su vida mientras está viviendo. O le cuenta lo que a uno le parece. Qué obsesión con querer saberlo todo siempre. ¿Qué más queréis? ¿Que la cámara no se mueva? ¿Que no salgan fumando porros? ¿Más sexo? Sexo… Esto está muy bien tratado, hay mucha sensualidad. Mucha, mucha, mucha. Pero hay cero coma tres de sexo, y tabaquito y alcohol, pero sin ánimo epatante ni moralizante. ¡El protagonista es el jazz, idiotas!

Los momentos más cristalinos de la serie son los momentos musicales, y están magistralmente integrados en muchas secuencias memorables (hay una de una bronca, que es ma-ra-vi-llo-sa), como casi todas las que se desarrollan en el club cuando la banda está haciendo lo suyo por la noche. Se siente uno en el club como en casa. Elliot se bebe su whisky, Maja canta, la banda flota entre la luz y la oscuridad y en ese momento todo encaja perfectamente en el universo. En el otro extremo, el trabajo de cámara es estupendo en muchos otros lances más sórdidos, como el asesinato de Farid. Tú estás allí, pero puedes estar tranquilo, porque no va a aparecer Jorge Javier tirándose un pedo discursivo.

Nada. Si os gustan el jazz y el callejeo por París (está rodada principalmente en el 20 arrondissement), que la disfrutéis. Ojalá haya más episodios de la banda de Elliot Udo. Ya saben, udo, udo, udo… el jazz es cojonudo.

Imagen: Belleville, Rue de l´Orillon. Jaques Paquier (2020) CC BY 2.0

Miradas kilométricas (I): David Berman

Comenzó el 2020, y he aprendido algo que hace tiempo que supongo que sabía pero que quizás no era capaz de reconocerme: hay que disfrutar de la belleza que hay en las cosas tristes. Sin temor. En caso contrario, permanecemos ignorantes de un caudal de arte y verdad que hace que parezca que nos bañamos sólo en la mitad del río. Hay que buscar ahí. Donde parece que hay más piedras en el fondo, donde está oscuro, donde hace frío y la amabilidad social esconde una mueca que nos dice que pasemos de largo, que hay que seguir hacia delante. Porque los verdaderos héroes están en ese lugar, donde cualquiera os dirá que no hay nada que ver, en el reino de los supuestos perdedores.

Llegué tarde una vez más —como dice más o menos el verso de Rafael Cadenas— a conocer (esto es bastante aventurado) a David Berman. Llegué cuando ya se había suicidado. Así que lo único que me quedaba eran la red y sus canciones. Empecé por el final. Por el último disco. Purple Mountains. Por la música. Por Nights That Won´t Happen. Ya con el sustrato sonoro, me dispuse a buscar en el río y a leer. A tratar de trazar un camino que siempre está repleto de citas, opiniones, sensacionalismo, agradecimiento, obituarios… Un camino de flashes que siempre es adictivo cuando la persona, el personaje y su obra llaman nuestra atención.

En la primera noche, leí un buen rato mentholmountains, el blog de Berman y, entre otras cosas, la razón principal de que haya empezado el año leyendo a Thomas Bernhard, que cuadra a la perfección con los últimos días del músico norteamericano y hace poco aventurado pensar que, simplemente, Purple Mountains es una conmovedora nota de suicidio. Sin disculpas, sin remordimientos; tremendamente lúcida (es un adjetivo que aparece mucho en castellano e inglés para describir a David). Sin hablar directamente del acto de quitarse de enmedio definitivamente, pero dejando líneas y estrofas (y alguna imagen, baste observar la portada del disco), que anticipan la rendición de un poeta que ya sabe que no hay más que rascar. El hombre que mira de soslayo lo rascado, se levanta, abre la puerta y abandona la estancia.

Como en otros casos, la muerte del artista hace que su obra reciente pueda contemplarse con sus ojos —lo que habitualmente se define como «con otros ojos»—, y las apariencias cobren una dimensión fantasmagórica y, al mismo tiempo, demasiado humana. Sucede, por ejemplo, con el vídeo de Darkness and Cold, en el que Berman y su ex-esposa componen una historia cotidiana que transforma, de nuevo, lo trivial en homenaje y despedida. Aunque siempre con humor, Berman, hasta el final.

Me queda (no sé lo que os quedará a vosotros, espero que mucho), leer su poemario (Actual Air, 1999), y probablemente seguir escuchando algunas de sus canciones. Fundamentalmente, las que me suenan más tristes. Porque lo triste encierra, como digo, tanta belleza y tanta verdad que muchas veces merece más nuestra atención que cualquier otra cosa.

Gracias, David Berman.

Imagen: Captura del vídeo «Darkness and Cold» (segundo 20 de reproducción). Vídeo de Ben Berman (2019)