La verdad del huevo frito

Cuesta convencerse cada vez más sobre la entidad y realidad de cualquier acontecimiento u objetivo cuyo desarrollo lleve aparejado un pacto relativamente largo con el paso del tiempo, como si el reloj de la empatía mostrara su esfera turbia en una mañana de tremenda resaca de egotismo. Pareciera que necesitáramos algo más cercano y tangible de cara al futuro que el planeta -me refiero a la Tierra y no a Marte-, la jubilación o la conciencia repentina de que nuestros hijos van a vivir peor que nosotros, aunque habría que definir con respecto a qué, no vaya a ser que pensemos que el Nagant lleva más balas de las que le hemos puesto.

La idea, la percepción y la sensación de la pantomima social siempre han sido cuestiones que me han resultado atractivas. Hoy en día sucede además que por amplificación mediática la teatralización de la vida alcanza cotas tan delirantes como, por ejemplo, que se afirmen y se pronuncien frases simplemente para ver qué sucede, como si fuéramos niños desafiando a nuestros papás (más actores). Existe un amplio catálogo de absurdidades más, pero hay que reconocer que ante cualquier banalidad social es tremendamente divertido imaginar alternativas sobre la marcha que nacen del reconocimiento fugaz e instantáneo de que en este momento estamos actuando de un determinado modo o incluso sobreractuando (imagen mental: Rob Gordon fantaseando sobre las posibilidades durante el encuentro con Ray en la tienda). Y me parece bien. Somos libres hasta para la tontería y desde luego somos más divertidos que los monos del zoo y, generalmente, lo somos de manera gratuita e inconscientemente altruista.

Quizás uno de los grandes avances en cuanto a la implementación del panóptico en nuestras vidas sea la incierta seguridad que tenemos sobre el control de nuestra privacidad a través de la configuración y uso que hacemos de nuestros dispositivos móviles  de vigilancia, comunicación y expresión, no siendo tanto lo que podemos hacer con ellos como lo que efectivamente hacemos cuando los empleamos. Y aquí también tenemos otro poco más de interpretación del «sé tú mismo» que se hace a la mar y termina en alguna isla desierta intentando sacar un reflejo de nosotros mismos en una roca golpeada lánguidamente por el mar. ¿En qué momento dejamos de ser reconocibles? Ya se nos ha olvidado. Pero sin duda, seguimos siendo nosotros. Lo creo firmemente la mayor parte del tiempo, aunque a veces escucho el rumor de las olas y cuando recuerdo pasarme la punta de la lengua por los labios los encuentro secos como si llevara toda la vida enmimismado.

No obstante, siempre tenemos la oportunidad de retornar. Cocina, huevo, sartén y aceite de oliva. Lo que de ahí salga podemos decir que es auténtico, aunque a veces esa yema que se rompe nos haga pensar en el drama de la vida y aceptar que el azar es la sal de la vida. Acabemos con todo lo demás, si verdaderamente nos place, pero respetemos al menos eso.