No recuerdo haber limpiado nunca las sillas de la terraza con una sonrisa más boba. Ni para las barbacoas con grandes amigos y familia. El sol me atiza rumboso quitándome cosas de encima. Todo el mundo se engalana mientras me adelanto, medio mareado y enfebrecido por el esfuerzo, que lo único que me está cogiendo músculo estos días son los ojos y los dedos. Entonces dice la chica, «¿hay aceitunas?». Y me doy cuenta del lujo cotidiano que hay en esos platillos de cortesía, cuando se trata de tomarse una caña en libertad. Mañana voy a comprar un montón. Prometido. Me pasan por la mente unas nubes momentáneas. Creo que es miedo. Miro hacia arriba, para que el sol me estampe el carpe diem en el jeto. Tranquilo. Ponte el traje de salir mañana, que está siempre planchado. Nadie pensará que eres ningún bicho raro. Porque no estás en el aire.
Dicen las noticias diagonales que la calidad del aire ha mejorado. Digo yo que según de qué aire se hable. Se ha vuelto muy palpable, el aire. Sería bonito ver un cuadro del aire de ahora, pintado por Velázquez, que sabía bastante de eso. A mí el aire se me ha vuelto extraño. Supongo que a los presos les pasará algo parecido cuando salen después de cumplir su pena. Amplificado, por supuesto, como la música de la tarde, que se empezó a apagar despúes del aplauso, mientras el aire bajaba su termostato y se iba poniendo del color en el que se transforma en silencio.
Dos semanas. Mañana espero verte temprano.