Aprendizaje basado en fracasos: en el agujero (II)

Seguramente el fracaso puede considerarse dentro de la serie de conceptos y estados que, por defecto, cualquier ser humano se siente capacitado para reconocer en sí mismo y en otros. Etimológicamente, fracasar hace referencia a la destrucción de algo que estaba desarrollándose (accidente, ruptura, quiebra…), y por otra parte tiene una consideración cultural distinta según la parte del mundo en la que nos encontremos; aunque cuando fracasamos por primera vez o nos instalamos en el fracaso, -o cuando por fin salimos de las profundidades de su costa quebrada-, venimos de experimentar sensaciones y emociones similares, y hemos tenido que desarrollar un adecuado proceso de afrontamiento y reflexión para poder rehacernos.

Cuando se da el caso de que nuestros ojos no ven, puede ser necesario que los ojos de alguien puedan hacernos recuperar la vista. Pero incluso después de volver a recuperar la claridad e identificar con precisión qué es lo que nos ha sucedido (ojo, mientras no salgamos de la isla seguimos siendo náufragos pese a la lucidez recuperada), es más valioso concentrarse en la comprensión de la secuencia y sus causas que la simple búsqueda de la recuperación del equilibrio. De ahí la conocida retahíla del derrumbado que no se ve a sí mismo entre el polvo de los escombros: «estoy bien, estoy bien», ilusión que, repetida sistemáticamente, le aparta tanto de las causas como de las probables soluciones de reconstrucción. Y, como os podréis imaginar, en la escuela todo esto se complica considerablemente.

El camino del exceso

Decía Carina Rattero en su pieza «El fracaso de la escuela en su «para todos», incluido en el libro «El fracaso escolar en cuestión» (2002) que » […] quizás el mayor problema del fracaso escolar es el modo en que la escuela lo define. Sería algo así como afirmar: «por más respuestas que busquemos, no podemos responder, porque ni siquiera hemos podido plantearnos el problema».¿No hay en la escuela un exceso que no puede producir sino fracaso? […]»

La definición del fracaso escolar emana de un modo u otro de la evaluación, independientemente del lado del triángulo educativo en el que nos encontremos. Por ejemplo, para el profesorado el alumnado fracasa porque no alcanza los objetivos mínimos, porque no se dedica lo suficiente, porque no tiene método, porque no conecta los contenidos…. Para las familias, sus hijos fracasan bien por deméritos propios o por los de sus maestros (o por los de ambos), porque en la familia no hay tiempo ni oportunidad para supervisar y acompañar….. Finalmente, el alumnado siente que fracasa porque defrauda las expectativas de su familia y sus maestros, porque no le interesa perseverar en lo que la escuela le ofrece, porque no se siente capacitado… Cada colectivo evalúa sus productos y resultados en función de sus criterios (los propios, y los escolar y socialmente impuestos). En esta saturación, parece ser que extraviamos las cuestiones esenciales: las causas, las percepciones, sentimientos interpersonales y la decisiva asunción de caminos y formas de hacer que nos satisfagan a todos. En consecuencia, no parece que resolver ninguno de los fracasos triangulares por separado vaya a llevarnos a ninguna parte en el global, pero sí creemos que un comienzo (por algún lado habrá que empezar) podría ser la recuperación emocional personal y colectiva de familias, profesorado y alumnado, como paso previo e ineludible para poder «hacer» juntos. Y para poder llegar a este punto de arranque, necesitamos comprender qué nos pasa y qué les pasa a los demás,-además de comunicárnoslo-, y derrumbar la infinidad de muros que hemos ido levantando entre nosotros durante todo este tiempo de empacho de fracaso.

El compromiso personal

Hablaba el otro día con un amigo que lo está pasando mal en su lugar de trabajo. Es un tipo que no está muy acostumbrado a fracasar, es decir, desde que le conozco ha ido consiguiendo razonablemente las metas que se ha propuesto. Pero de un tiempo a esta parte, no deja de hundir barcos en la escollera y lo cierto es que, por temporadas, le he visto bastante enrocado y perdiendo quizás lo primero que debemos recuperar para afrontar el fracaso: la autoestima. Extraviar a la persona que somos es prácticamente agarrar un camino en el que el cinismo y la desesperanza lo abarrotan todo, como en esas manifestaciones tan numerosas en las que parece que la razón es otorgada por acumulaciones matemáticas. No hay solución de continuidad cuando en cualquier mezcla nos empeñamos en ver lo que está mal: indefectiblemente, llegaremos a la conclusión de que todo está mal. El plato es insalvable. Se nos fue la mano con la sal…

Volviendo a la escuela con Carina Rattero, encontramos otra observación estupenda, esta vez de la mano del filósofo Jorge Larrosa: «Quizás el arte de la educación no sea otro que el arte de hacer que cada uno llegue hasta sí mismo, hasta su propia altura, hasta lo mejor de sus posibilidades. Algo desde luego que no puede hacerse al modo técnico, ni al modo masivo… Algo para lo que no hay un método que valga para todos, porque el camino no existe…»

A mí esto (aparte de parecerme muy bello), me lleva a pensar directamente en el compromiso personal. El compromiso personal necesario para salir de cualquier hoyo en el que nos hayamos metido. El compromiso personal en las escuelas difíciles para exigirnos mutuamente y creer que es posible reparar el barco para hacer que vuelva a navegar. El compromiso personal que hay que tener con cada alumno y cada familia. Un compromiso personal que muchas veces no será suficiente. Porque las personas somos imperfectas; tanto que necesitamos también del fracaso para aprender. Pero un compromiso personal sin el que es imposible que podamos hacer nada verdaderamente útil por los demás. Y lo útil, como lo creativo, ha de ser auténtico y transformador. Si no, a la escuela no le va a servir para nada, salvo para figurar mediáticamente mientras nos decimos los unos a los otros «estamos bien, estamos bien».

Imagen: guiding failure (2010) dave halliday CC BY NC 2.0