Sólo sé que no sé nada

Simplificar es complicado y riesgoso, y los virus parecen muy simples pero tienen esa eficiencia para sobrevivir que tienen los pequeños grandes secretos. Debe haber por el mundo una cantidad nada despreciable de personas que saben de ellos, estrujándose las meninges para encontrar certezas y posibilidades para abordar este SARS-CoV-2. Desde aquí, un aplauso para ellos y adelante con la búsqueda, que camino queda.

Consulto la página de la Universidad Jonhs Hopkins. Llevaba meses sin hacerlo desde que la agregué a mis marcadores de navegación. No recuerdo exactamente cuándo lo hice,—puede que al arrancar febrero, cuando sólo se veían puntitos rojos en China y alrededores—, pero entre eso y las noticias que iban llegando con cuentagotas visuales desde las navidades, cualquiera que no viviera en Jauja podía ir viendo que el chiste no iba a tener gracia… Veo hoy a China parada en 90.297 casos, bastante lejos de esos primeros puestos que la historia le otorgó. Veo a España en 640.040. Pienso en la población de China. Pienso en la población de España… Pienso en toda esa gente con responsabilidades políticas y sanitarias que eligió el camino de la renuncia y la dimisión para, al menos, disculpar su incompetencia… Pero no encuentro las cifras en la página de la Universidad Johns Hopkins… En su lugar encuentro 30.495 fallecidos en España. A ver si Coronavirus hace un buen chiste con eso… En fin, estamos aquí. A 18 de septiembre. Un montón de gente no puede decir, desgraciadamente, lo mismo. Muchos siguen diciendo que no podía saberse.

Trato de pensar desde hace unas semanas después del confinamiento en lo esencial. En lo que razonablemente puedo influir, en lo que puedo hacer para protegerme todo lo posible a mí mismo, a los míos y a las personas con las que he estado durante todo este tiempo. Ahora ese círculo está ocupado mayormente con las personas con las que trabajo, con las que trabaja mi mujer, con la que estudian mis hijos… Y el de todos ellos, con nosotros… No es nada fácil, ya lo sabéis por lo que habéis vivido en los últimos meses. Porque hemos compartido confinamiento, compras paranoicas, salidas furtivas, quedadas postergadas, celebraciones comedidas, abrazos y besos que se nos han escapado, espasmos al saludar, mascarillas estiradas como chicles, quiebros y requiebros por las aceras y los pasillos, botecitos de gel, cálculos mentales fulgurantes sobre distancias interpersonales, … Qué os voy a decir que no sepáis, si yo no sé nada, y habrá quien haya vivido toda la crudeza del virus.

Sin embargo, hay cosas que cualquiera sabe, si quiere darse por enterado. Generalmente, se trata de lo que vienen siendo los hechos. Tratándose de un virus, lo primero que se me ocurre es saber si una persona tiene virus o no lo tiene. Lo segundo, a quién le cae peor el virus una vez que lo tiene, para tratar por todos los medios de que no lo tenga. Lo tercero (que viene a estar relacionado con lo primero) tratar de que los que tengan el virus (y no les caiga mal) no se lo pasen a otros a los que no les caiga mal y, sobre todo, a los que estamos más seguros de que les va a caer mal… Se complica todo rápidamente, ¿eh? Claro. Es lo usual cuando no se sabe. Pero, ¿qué pasa cuándo suponemos que los que saben están al mando y tenemos la sensación,—apuntalada por los hechos— de que en realidad dicen que saben lo que no saben y que no saben lo que saben?… Pues pasa que es 18 de septiembre de 2020 y estamos como estamos. Y nadie dimite, oye. Algo sabrán…

Los modelos más exitosos de contención del virus parecen haberse dado en países que han contado con medios económicos, sanitarios, tecnológicos y humanos para dar una respuesta adecuada a sus características como país. Esto es, países con pasta y organización a nivel sanitario, político y social (población, densidad de población, etc… son matices en absoluto despreciables, y configuran la implementación de una respuesta proporcional y efectiva, en cada caso). Parece claro, pues, que en España no hemos contado ni contamos actualmente con medios económicos, sanitarios, tecnológicos y humanos para poder ofrecer una respuesta proporcional y efectiva de acuerdo a nuestras características como país. Y en esas estamos, a 18 de septiembre de 2020.

Y yo no sé nada. Vamos, muchísimo menos que Sócrates por boca de Platón. Pero puede que si de una puñetera vez dejamos de gestionarlo todo en clave política, empecemos a ver la luz al final del túnel. Porque la política al virus le importa un huevo. Y quiero creer que a esos que dicen que nos gobiernan les importan más nuestras vidas que al virus, al que sólo le importa la suya por lógica natural. Si no, que digan que no hay dinero ni organización, que se quiten de en medio y que dejen paso a quien sepa dar una respuesta proporcional y efectiva con los medios de los que se disponga. A no ser que el plan que tengan sea buscar esa proporcionalidad por la vía de dejarnos morir como perros, porque no podía saberse. A no ser, en definitiva, que el virus más peligroso no sea el SARS-CoV-2 sino ellos.

Imagen: Virus, Daniel Lobo (2020) Dominio público.

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Miradas kilométricas (II): Thomas Bernhard

En estos tiempos coronavíricos hubiera sido interesante haber podido disponer de la personal mirada y opinión sobre el mundo y el ser humano del escritor Thomas Bernhard, que hace ya tres décadas que se marchó a su sanatorio definitivo. A su manera descarnada pero exenta de masoquismo y moralina, el autor austriaco nos podría haber dado muchas pistas sobre nuestra actual vivencia de la enfermedad y el confinamiento. No en vano, su vida estuvo muy marcada por problemas de salud en su adolescencia y juventud —problemas respiratorios graves—, y pasó largos periodos en instituciones médicas, un tiempo que dedicó a pensar y escribir en su mente parte de lo que luego plasmaría en los cinco tomos que se consideran como las memorias del autor («El origen», «El sótano», «El aliento», «El frío» y «Un niño»), publicados originalmente entre 1975 y 1982.

Empecé el año 2020 leyendo a Bernhard, por culpa de David Berman, dirigiendo la mirada hacia sus libros autobiográficos después de contactar con el autor a través de «Trastorno» (1967). La televisada irrupción del coronavirus —Pedro y el lobo, para que lo entienda cualquier niño que pueda acabar llegando hasta aquí tratando de evitar sus tareas escolares—, hizo que cambiara la orientación de mis lecturas nocturnas en busca de la libertad del sueño. Porque de haber seguido con la lectura de Bernhard, creo que ahora estaría mentalmente en un lugar no demasiado apropiado para afrontar el horizonte actual a corto plazo.

Pese a su estilo reiterativo y cíclico (muy apreciable en «Corrección», 1975), Bernhard no tiene esa inquina contra el mundo y buena parte de sus ciudadanos presente en otros revolucionarios de la literatura como el francés Céline. Seguramente se deba a que en sus horas más bajas —ingresado en estado muy grave a la edad de 18 años—, Bernhard decidió que quería seguir viviendo, continuando ese viaje que le llevó a convertirse en un escritor y dramaturgo libre, crítico e independiente. Mientras que a Céline sus desgracias personales y polémicos posicionamientos políticos, le llevaron prácticamente a continuar con su vida en piloto automático después de estar encarcelado en Dinamarca durante casi dos años (1945-1947), en unas condiciones durísimas. Nunca fue el mismo después de aquello, y continuo viajando hasta el fin de la noche a bordo de su exacerbado odio y desprecio hacia los que consideraba sus enemigos.

La enfermedad sorprendió a Bernhard en un momento de su vida en el que despuntaba en sus estudios musicales, tras haber abandonado la enseñanza reglada —detestaba tanto a las instituciones educativas, con fundamentos nazis, como a la suicida sociedad salzburguesa—, y trabajado en un colmado de un barrio marginal de Salzburgo para ganarse su independencia y el respeto de su familia. Este periodo de su vida se recoge en los dos primeros libros de su serie autobiográfica («El origen» y «El sótano»). En el tercero («El aliento»), la enfermedad se impone sobre todo y aparecen un sinfin de paralelismos con la situación que vivimos actualmente. Bernhard deshoja sus pensamientos en el hospital, postrado, rodeado de toda la parafernalia de la muerte. Ahogado entre blancos, grises, sombras y esputos. Sin saber si al día siguiente estaría vivo, y tras perder a su referente vital principal —su abuelo, escritor y amante de la música—, acaba por sobrevivir y entrar en otro eficiente circuito germánico: el sanitario. En esa fase, cuando comienza a mejorar su salud, se salta por las noches el aislamiento del sanatorio en el que está recluido , para ir a pasear por la naturaleza y los caminos de los alrededores del establecimiento. El confinado buscando recuperar su libertad…

Por ahí creo que lo dejé a Bernhard, momentáneamente, porque si empecé a leer «El frío» (el siguiente libro de la lista), lo cierto es que no me acuerdo, y que ya empezó a cruzarse en mis caminos nocturnos otro gran hombre, de kilométrica mirada, del que hablaremos otro día.

Termino recordando algo que dijo Bernhard, sobre los abuelos, muy apropiado en estos tiempos de muerte e indiferencia: “ Los abuelos son los maestros, los verdaderos filósofos de todo ser humano, siempre descorren el telón que los otros cierran continuamente.” Esta afirmación contrasta poderosamente con la debacle de nuestro tiempo. Se nos están muriendo de golpe todos los abuelos, y hay un montón de gente a la que no parece importarle lo más mínimo. Quizás la próxima generación de abuelos acabe convirtiéndose en algo que pudiera hacer cambiar de opinión a Bernhard. Y si así fuera, nos lo habremos ganado a pulso.

Borrar a la gente

Carving from the Elgin Marbles at the British Museum

En el avance de la semana he dedicado un tiempo a devolver a la vida un viejo MacBook Pro cuyo disco tuve que borrar y sustituir por otro más moderno. La mayoría de los datos importantes estaba a salvo y lo que había en el equipo no representaba más que parte del trabajo de los últimos meses —tal vez dos años, cada vez manejo peor esta clase de concreciones—, copias de documentos, imágenes, vídeos, etc… que aguardan en el disco duro de la familia, en la red o en la nube. Si me pongo a pensarlo, dudo que hubiera algo verdaderamente importante, y tampoco lo echaría mucho en falta ahora que por un muy competitivo precio vuelvo a tener un equipo que funciona como un tiro después de casi ocho años sometido a la dura vida del nómada digital, siempre acodado en el alféizar.

El panorama que se contempla desde las ventanas es el que resulta algo más complejo borrar. Parece que además de recopilar instantes en las nubes, vivimos en ellas. Como nadie las puede borrar, aunque gente como Zapatero —gente que no es es la gente, es otra cosa— las pueda supervisar, a diario nos sigue lloviendo mugre que supera en varios órdenes la toxicidad de las tradicionales lluvias ácidas. Y mira que la lluvia es buena y siempre necesaria, pero la existencia de las nubes se ha vuelto mucho más importante que la mera comodidad que a todos gusta, pese a que su condensación suele preparar habitualmente la caída del rocío de la decadencia. Ese es el aguacero que nos desborda, por más que nos hablen del coronavirus.

En este clima, hay mensajes mediáticos que funcionan como las gotas chinas. Reducidos al paradigma de la mínima expresión (aka, El Tuit), dejan los tejados humedecidos sin importar que luego los seque el sol o el borrado. Solo lo leíste y te ha pringado con su oleosidad. Nada puede hacerse porque ya ha pasado a formar parte de tu nube cerebral. Menuda arma de doble filo es un cerebro que funciona bien, un paraguas con agujeros.

Y aquí llegamos al charco opaco. Igual hay una moneda en el fondo, o una colilla, o la anilla de una lata de cerveza… No hay nada de eso. Hay un efecto Thanos desarrollando a partir de la ficción uno de los sueños de las agrupaciones humanas desde hace tiempo: borrar a gente del mapa. Por tanto, conviene que pensemos durante un rato en qué zona habitada de la gente nos encontramos o nos pueden encontrar, y si somos lápices o gomas. Porque hay superhéroes cotidianos que quisieran borrar de las nubes a la mitad de las personas que viven en es este país, suponemos que para ver si así deja de llover. No sabemos si será bueno o malo para el cambio climático. Ya preguntaremos.

Imagen: Carving from the Elgin Marbles at the British Museum, Chris Devers (2008) CC BY NC ND 2.0