Blonde: everybody needs somebody to love.

En el imaginario popular Marilyn Monroe había quedado encumbrada como la rubia cinematográfica por antonomasia, el icono sexual del siglo XX; ejemplo femenino del mal sueño americano —ése que termina o continúa surfeando la ola del fentanilo—, y juguete roto con el que, en este segundo cuarto del partido del siglo XXI, hay que seguir jugando del único modo en que parecemos ser capaces de jugar ahora los seres humanos con el pasado: la iconoclastia fofa y chillona.

No resulta extraño que en este estado líquido y putrefacto de las cosas, Netflix apostara en esta temporada mediática por rescatar el mito de la niña insegura que llegó a convertirse en diosa de la pantalla; y que lo hiciera modelando la boca sempiternamente abierta del espectador. Primero con un documental de polémica suave —basado en hechos y especulaciones—, para después presentar en idéntica exclusiva una película de ficción que es difícil que deje indiferente tanto al consumidor desavisado como al amante del cine. Porque, al fin y al cabo, ¿quién podía quedar ya que pueda decir algo claro y distinto sobre esta historia? Seguramente Andrew Dominik, director al que no le importan ni rodar muy seguido ni que sus películas puedan resultar largas.

El resultado de todas estas necesidades difusas e intereses diversos es, en mi intrascendente opinión, una de las mejores películas del siglo XXI. Partiendo de un tótem cultural del calibre de Marilyn Monroe y en un contexto como el actual (y aquí tienen cabida desde lo woke hasta la genial paja de El Roto), «Blonde» recoge una serie de elementos esenciales que pueden resumirse de muchas formas. La que me apetece a mí ofrecerles esta noche es la siguiente: cuando deje de interesarles el arte, no lo duden, suicídense.

Ana desarma

La actriz elegida para el reto narrativo que plantea el director —lo sabrán ya— no es otra que Ana de Armas tomar, de Tomares, y dares, provincia de La Habana… Fidel da palmas con las orejas desde la tumba. «¡Pero si no es ni rubia ni pelirroja!»… ¿Y qué más dará en estos tiempos en los que hay cada vez más gente que no sabe si es una rosa o un clavel? Ana, queridos amigos, desarma. Simplemente.

Supongo que la eligieron —además de por otras muchas razones relacionadas con el espacio, el tiempo y las leyes universales de la física, la química, la termodinámica, etc…— por sus dotes interpretativas; y porque desde el punto de vista estético tiene cuatro componentes esenciales para hacer funcionar la historia en la pantalla. Dos en las que recuerda a Norma Jeane y otras dos en las que la supera: la expresividad de los ojos y la boca, y un par de tetas que, por fortuna, ningún macho de la familia Kennedy podrá jactarse de haber catado jamás.

El resto de componentes visuales de la puesta en escena no representan ningún problema en el año 2022. Ni el pelo, ni el vestuario, ni las recreaciones visuales, ni el lunar (el lunar es tema aparte, es un punto de fuga mágico). Pero el estar delante de la cámara, el chillar, el llorar, el arrastrarse, el sonreír, el divagar, el vomitar, el hacer un puré de patatas, el besar, el cantar, el suplicar, el susurrar, el abortar, el hablar con bebés, el soportar embestidas y bofetadas… Ana de Armas está de montaña de premios en esta película. Porque no recuerdo una interpretación más creíble — y equilibrada sobre el abismo—, que la que hace la actriz cubana sobre la aparente simplicidad que pregonaban los Blues Brothers: everybody needs somebody to love. Ese es el tema central de la película. Norma Jeane Baker sólo quería alguien a quien poder amar y que la amara.

Te aburres porque eres un paleto

Hay que conceder que la película no es sencilla. Sobre todo para el espectador target de Netflix, al que ya me gustaría ver opinar sobre cualquier película de John Cassavetes (supongo que alguna tendrán en Filmin). Si no te gustan las películas largas, no la veas. Si no te gustan los cambios de formato de imagen, ni la alternancia de colores y filtros; los juegos de lentes e iluminación, los desenfoques forzados, los encuadres raros; ni que haya poco texto en el guion, ni que los actores actúen con la cara y el cuerpo, ni las mentiras, ni la ficción, ni que te cuenten la historia como no te esperas que te la cuenten… Si no vas a ver la película un par de veces, al menos, para tratar de entender por qué el director hace tal o cual cosa (que parece tan trivial, a veces, y que quizás podría funcionar mejor en algún momento, dicho sea con todas las reservas pretenciosas)… no la veas. Te ves este vídeo cortito de Borges, y a otra cosa. Ten en cuenta que las tetas de Marilyn de Armas ya están inmortalizadas.

Con todo, ten claro que no van a proyectar esta película en cines porque saben cómo eres y, por tanto, saben que no vas a ir a verla. También saben que en el caso de que fueras y aguantaras el metraje, vas a salir con mal cuerpo. Mejor que te la pongan en Netflix, que este mes ya lo has pagado.

Las tumbas que cava Nick Cave

En el apartado sonoro, Nick Cave y Warren Ellis se encargan de la banda sonora de «Blonde» para hacer que el círculo audiovisual se cierre de una manera perfecta. El 60% de la redondez de la película se basa para mí en la música que acompaña esta corriente de agua de negro brillante que se va por el albañal. Cave y Ellis se encargan de que nunca estemos a gusto. Nos dejan chupar un caramelito de vez en cuando, pero siempre nos recuerdan que estamos en un entierro. El cadáver es bello y apesta a multitud de aromas estirados hasta el hartazgo. Música de feria, repeticiones de cadencias inciertas, melodías entre lo infantil y lo suicida, ruidos y sintes desenfocados, semitonos visuales… Paladas de tierra húmeda que se precipitan como el remolque de un volquete descargando en un reloj de arena… El aire justo, y unas rosas rubias sobre la tumba de Marilyn Monroe. Ojalá haya encontrado alguien a quien querer y, sobre todo, alguien que la quiera.

Spoilers y lentejas…

La imagen de la escalera en el estudio. Acabará de fondo en muchas pantallas y perfiles de Twitter. De gente con gusto, por supuesto.

El juego efectivo y enfermizo de la recreación de escenas icónicas de la carrera de la actriz. No sabe uno si están rodadas de nuevo o tratadas a lo deep fake.

La escena del polvo imaginario con Charles Chaplin Jr. y el hijo de Edward G. Robinson Jr. es maravillosa. «¡No, es woke!». Es maravillosa, imbéciles. A parte de ser una ficción absoluta, bastante tenían los muchachos con llamarse como sus padres + Jr.

El lunar de Marilyn. En muchos planos en blanco y negro, parece que está flotando en el encuadre, que está puesto allí deliberada e independientemente. Que se mueve en esas tomas como un personaje más, punto de fuga absurdo que nos va a aspirar en cualquier momento.

La escena de Cannavale entrando en la casa con un cabreo de cojones, después de la grabación pública de la icónica escena de la falda y la rejilla del metro, es floja en el arranque (ese rollo GoPro queda bien cutre). No obstante, quizás pretenda reflejar la romántica tosquedad del legendario jugador de béisbol.

Sabes que Marilyn está mal de la cabeza ya a partir de la secuencia en la que se hace un puré de patatas y se lo jala como una campeona.

Adrien Brody está muy bien. Como buen pusilánime, Marilyn lo cala rápido y decide abandonarse hasta que reviente. Miller y DiMaggio están representados como lo que fueron: actores secundarios. Brody, muy bien.

En la escena en la que Marilyn se la chupa a JFK, no se la está chupando a Kennedy: se la está chupando a todos los espectadores que la admiraban. Para menos ficciones sobre los Kennedy, y sobre los Kennedy y Marilyn, ver cualquier documental de no ficción.

La espiral autodestructiva de la actriz está muy bien representada y rodada. La secuencia del vuelo es bastante representativa.

Hay Malick, hay Lynch, hay Coppola, hay Van Sant, hay Wenders y hay Marilyn Manson.

El final es muy elegante. Aunque no es una elegancia muy comme il faut.

No lo dudes: el padre de Marilyn pasaba de todo.

Imagen:

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Música de la entrada:

The Stone Roses live in Blackpool 12.08.1989

The Eddy: si no te gusta el jazz, ni te acerques

Se llega a The Eddy (Netflix) como se llega a los sitios especiales. Una compañera de aventuras creativas me la recomendaba en Twitter hace unos días tras leer la reseña de la serie en Cinemanía, más concretamente estas líneas: «La idea era trasladar el dinamismo y la velocidad del cambio de la música jazz a la puesta en escena de la acción. El asesinato de un corredor de apuestas chino (1976), de John Cassavetes con Ben Gazzara como el propietario de un club nocturno en apuros, muy en la línea de lo que le ocurre al personaje de André Holland, fue una de las inspiraciones directas al hacer The Eddy.» ¿Qué podía salir mal? Nada. Absolutamente nada podía salir mal.

[Spoilers coming]

Empecé a verla y me acordé del arranque de Shadows —ahora también tengo pendiente The killing of a chinese bookie—, energía, cámara libre, cambios de luz y un plano secuencia que te ubica a ritmo de buen jazz en el meollo del asunto. The Eddy va de música y emociones, personajes que no pueden vivir sin música, personajes con cuentas pendientes consigo mismos, personajes contradictorios, emotivos y que tienen en común una vida construida alrededor de la música y el jazz. Eso, y muy pocas concesiones al gran público (no hay un momento verdaderamente ñoño hasta el capítulo séptimo, y es bonito, no ñoño)… El gran público… ¿Qué demonios será eso de «el gran público»?

Esta tarde, la otra tarde, hace varias tardes, leía algunas críticas sobre la serie destacando esta parte en el debe del director de los dos primeros episodios, Damien Chazelle. Una ventaja para mí no esperar nada de él, porque no he visto ninguna de sus famosas películas. No tengo que esperar nada de Chazelle…¿Por qué esperáis cosas de Chazelle? Los asuntos del gran público. El foro romano. Telésforo Romano. Bah. También se apunta en algunos sitios a la endeblez del guion de Jack Thorne… No sé. Le preguntaremos a Jack Thorne. Mientras tanto, y sin ser guionista, en mi opinión el desarrollo de la serie se construye a partir de los personajes, y el ritmo se desarrolla a partir de la música, el uso de la cámara y el ofrecimiento de la información justa entre personajes que se relacionan de una forma natural, como si no estuvieran comprometidos con el cometido de hacer que el espectador tuviera que seguir un camino predeterminado. ¡Si sólo tenéis que mirar y escuchar, gandules! ¿No veis que están nada más que viviendo? Simplemente están viviendo, y no se dedica uno a contarle a todo quisqui su vida mientras está viviendo. O le cuenta lo que a uno le parece. Qué obsesión con querer saberlo todo siempre. ¿Qué más queréis? ¿Que la cámara no se mueva? ¿Que no salgan fumando porros? ¿Más sexo? Sexo… Esto está muy bien tratado, hay mucha sensualidad. Mucha, mucha, mucha. Pero hay cero coma tres de sexo, y tabaquito y alcohol, pero sin ánimo epatante ni moralizante. ¡El protagonista es el jazz, idiotas!

Los momentos más cristalinos de la serie son los momentos musicales, y están magistralmente integrados en muchas secuencias memorables (hay una de una bronca, que es ma-ra-vi-llo-sa), como casi todas las que se desarrollan en el club cuando la banda está haciendo lo suyo por la noche. Se siente uno en el club como en casa. Elliot se bebe su whisky, Maja canta, la banda flota entre la luz y la oscuridad y en ese momento todo encaja perfectamente en el universo. En el otro extremo, el trabajo de cámara es estupendo en muchos otros lances más sórdidos, como el asesinato de Farid. Tú estás allí, pero puedes estar tranquilo, porque no va a aparecer Jorge Javier tirándose un pedo discursivo.

Nada. Si os gustan el jazz y el callejeo por París (está rodada principalmente en el 20 arrondissement), que la disfrutéis. Ojalá haya más episodios de la banda de Elliot Udo. Ya saben, udo, udo, udo… el jazz es cojonudo.

Imagen: Belleville, Rue de l´Orillon. Jaques Paquier (2020) CC BY 2.0