De acuerdo con la ciencia, debo llevar a estas alturas de mi vida aproximadamente 15 años durmiendo. Intuyo que son más, porque además de amar la desconexión de la horizontalidad y de la inconsciencia, reconozco que he podido estar dormido un tiempo que es más difícil de estimar experimentalmente, que es el tiempo en que no comprendía del todo —si es que esto es posible— de qué iba esto de estar vivo y disfrutar de la vida sin tener que echar mano del sueño para tratar de estar en otra parte, más cómoda; esa parte de la existencia en la que todo desaparece y somos un cuerpo más o menos plácido que sueña de manera más o menos plácida. Lejos de la responsabilidad, del miedo, del deber, del cobrar, del derecho, del ideal, del trabajo, del sueño y de la nostalgia. Lejos de la vida, en definitiva.
Pocos son los grandes placeres de la vida que se parecen a los instantes de consciencia previos a la entrada en el territorio de Sandman. Y son tan variados… Porque no es lo mismo dormirse solo que al lado de alguien. Caer rendido de cansancio, que harto de copas, o de líneas de libros, o de darle vueltas a las preocupaciones y a los anhelos; o después de haber peleado por meterse dentro de alguien, con más o menos consciencia… Estábamos allí, pero realmente, ¿dónde estábamos? ¿Adónde pretendíamos llegar? Afuera. En realidad, siempre queremos llegar afuera. Y la manera menos definitiva de hacerlo, siempre es dormirse. Comprar un pequeño viaje a la nada para luego bajarnos a seguir viviendo el estar despiertos. Ya iremos afuera cuando no haya más remedio, cuando nos lleven, o cuando queramos irnos para no volver a despertar jamás.
He dormido en muchas camas —como casi todo el mundo—, en sofás, en sillones, en sillas, en coches, en autobuses, en furgonetas, en aviones, en bañeras, en piscinas vacías; en casas conocidas y desconocidas, en portales, en garajes, en bancos de estaciones de tren… Sobre montones de escombros, sobre pilas de dudas y sobre acumulaciones de sueños…Sobre la arena de la playa, bajo el cielo de la montaña, encima de cajas de cartón frías ; pensando en el pasado, en el presente y en el futuro o queriendo no pensar en nada. He dormido queriendo y sin querer durante 15 años. Y me parece un tiempo verdaderamente bien invertido, aunque no haya forma de darle la vuelta.
En todos estos años de desconexión reconocida como saludable, mi mayor hallazgo ha sido el de la casa blanca, un lugar al que de manera infalible puedo acudir a descansar cuando no es de noche o no tengo mucho sueño. Porque cuando es de noche, casi siempre me duermo con un agradecimiento por haber podido llegar hasta la cama de nuevo, otro día más. Sin embargo, cuando se trata de obligarse a dormir, voy a la casa blanca, la casa de madera que siempre está abierta.
Hay una luz cegadora en la casa blanca, y al entrar ves un piano en el salón. Al principio me costó quitarme de la mente a John Lennon y , sobre todo, al culo de Yoko Ono para armar la ilusión correcta. Alrededor de la casa blanca el viento agita despacio los tallos altos de las hierbas. Cuando quiero dejar de pensar, pienso en la casa blanca con la tranquilidad de que no aparecerá ningún presidente. Floto un momento y subo el tramo de escaleras del porche mientras la luz me va cegando. Entro y miro hacia la derecha fugazmente. Veo el piano. Mi habitación está arriba, supongo. Porque nunca llego a subir el segundo tramo de escaleras. No sé cómo es la habitación de arriba. Y lo cierto es que no quiero saberlo, pues de algún modo estoy convencido de que cuando suba las escaleras de la casa blanca, nunca volveré a bajar, y siempre me quedaré durmiendo…Pero solo lo pienso cuando estoy despierto.
Imagen:
Abandoned house, Gilbert Mercier (2021) CC-BY-NC-ND 2.0
Banda sonora:
Lotus Plaza—Remember Our Days