Casitas abandonadas

Siempre disfruto observando el paisaje cuando viajo en coche, sobre todo si viajo solo y no tengo que gestionar más que la posibilidad de mi despiste y del que está por allí cerca, al otro lado del cristal. Pienso muchas tonterías mientras conduzco. Como que los que conducen mucho envejecen más despacio, al contrario que las prostitutas de los clubs de carretera. O que los túneles deberían volverse bucles eternos para esos conductores que circulan alegremente sin preocuparse por estar cargándose el planeta con sus motoracos sobrealimentados. Menuda desfachatez la suya. Con lo bien que se va en burro, que le da tiempo a uno a descubrir quién vende los misteriosos melones que se anuncian en español y árabe a ambos lados de la pista de baile asfaltada. Seguro que también se graban vídeos con el móvil haciendo cochinadas y dedicándoselas a los camioneros aficionados a adelantar siempre en el peor sitio posible, como los de El Chinche, que debe ser un padrino en esto. Concretamente, el que siempre llega tarde a la ceremonia, porque se ha olvidado de algo en el puticlub que hay justo después del radar para suegras. Chicas multas se amontonan en el cajón.

Sin embargo, mi disfrute visual favorito son las casitas abandonadas. Sobre todo esas que tienen el tamaño ideal para imaginar que puedes detenerte un instante, arrancarlas del suelo y metértelas en el bolsillo. A veces no son casas propiamente dichas, sino chiscones, secaderos enanos, recintos para el delito o lugares para hacer programas de reformas en espacios mínimos. Apestan desde la distancia a sombra de algarrobo o a puré de bosta de cerdo. Te chulean con sus grafitis catetos y sus colchones llovidos de recuerdos blancos. Todo el mundo preocupado por Trump, y resulta que es Trol quien gobierna sobre todas las fachadas del mundo. Banksy sonríe mientras riega con champán los cactus de su balcón.

Casitas pequeñas para mujeres pequeñas. Casitas para Shoshas y Monas, de la Torá a las Árdenas. Casitas para maltratar el paisaje para dejarse la vida desparramada en una cuneta, mientras alguien desespera en una cama avinagrada. Casitas para echar de menos a los muertos y soñar con sus fantasmas merodeando por entre las columnas grises de las choperas. Casitas abandonadas para dejarse llevar, en procesión, siguiendo el impulso que tira de la cuerda. Casitas que esperan nuestro próximo viaje y nos saludan con el rostro disimulado de la muerte. Deben mantenerlas en pie por nuestra seguridad, sin duda.

Imagen: AnatGutman (2018) Dominio Público.